Tomos

lunes, 24 de julio de 2017

El Barco de Velas Rojas (Capítulo IV.3)

No ascendieron más, pues cuando el tamaño de los menhires comenzaba ya a superar la estatura de Henk y las tallas sobre ellos parecían bailar a la luz de las estrellas, torcieron y comenzaron a rodear la cima de la isla para dirigirse hacia la costa que se encontraba a su espalda. Allí, no había lugar donde desembarcar, pues un acantilado ocupaba esa cara de la isla, tallado por los furiosos colosos marinos a lo largo de los milenios. Por eso fue para ellos una sorpresa descubrir que, balanceándose por el creciente viento y las cada vez más encendidas olas, había un barco, mayor incluso que el de Otavio, esperándoles allí abajo.

Cuando Ilais ya se preguntaba cómo iban a lograr descender, los tres hombres de largas capas comenzaron a descender por el acantilado con los fardos, como si descendieran por unas escaleras. Y es que en efecto, alguien había tallado con gran maestría y disimulo unos escalones que descendían a través del acantilado, hasta llegar a una pequeña plataforma. Estaban tallados de tal manera que no pudieran verse si se observaba la pared del acantilado, y apenas podían apreciarse estando sobre ellos.
  • Qué maravilla, deben haberlos tallado los enanos… - murmuró Ilais, fascinada por el descubrimiento.
  • Fueron los gentiles. - les dijo Cátigo. - Un pueblo de gigantes que habitó estas tierras antes incluso que los elfos, antes incluso que los Tres Brujos. La naturaleza los respetaba como iguales, y por eso no daña sus obras.
Fue una sorpresa que casi le costó a Ilais perder pie, pero Otavio logró aferrarla a tiempo. El resto del descenso transcurrió en silencio.

En el barco había tres hombres con capas similares a las de los otros que habían acudido a recogerles. Debajo de la de uno de ellos, podían verse resplandecer las brasas de una pipa, y el olor a tabaco llegaba hasta los aventureros. Cátigo subió al barco y saludó a los marineros con apretones de manos y palabras amables, señalando de vez en cuando a sus pasajeros. Al final, consiguieron el permiso para embarcar. El tiempo empeoraba por momentos, el viento soplaba ya como un huracán, y las nubes ocultaban el cielo sobre el mar, avanzando rápidamente hacia tierra. Terminaron de colocar los lastres y acondicionar a los pasajeros, se soltaron amarras y el barco zarpó. Parecía imposible que la nave pudiera navegar en esa oscuridad, pero en cuanto Cátigo se hizo con el timón, comenzó a enfilar con total seguridad hacia mar adentro.
  • Esto es imposible. - murmuró Otavio. Se le sentía asustado, al viejo marino.
  • ¿El qué?
  • El viento. No deberíamos estar avanzando, deberíamos habernos estampado contra las rocas. Este barco no debería ser capaz de avanzar. - había temblor en su voz, y cierto terror reverencial. Su mirada se dirigía a Cátigo, que se mantenía inclinado sobre el timón atisbando las tinieblas ante él, ni una sola luz encendida en el barco. - Es cierto lo que dicen de él: es un brujo, un hechicero. Uno de los hijos de las Brujas del Mar. - las manos de Otavio se cerraron sobre uno de sus muchos amuletos.
  • Tranquilo, Otavio. Hay muchas gentes capaces de conjurar. Yo misma puedo hacerlo, sin ser hija de ningún dios o poder extraño.
Pero el viejo marino no quedó convencido, y siguió aferrando su amuleto y murmurando oraciones. Ilais se sentó, y aprovechando la oscuridad y que la tripulación estaba entretenida con las maniobras, volvió a dibujar círculos y a formular sortilegios, para asegurarse de que sus disfraces aún funcionaban. Cuando se sintió bostezar ruidosamente, sacó un pequeño frasco y pegó un sorbo.

Henk roncaba ya sonoramente bajo la cubierta, había dejado de llorar, y las oraciones le habían calmado lo bastante como para poder dormir. Flecha lo cubrió con una manta, y salió fuera a sentir el viento nocturno y la tormenta que se aproximaba, pero no tardaría mucho en acudir al abrazo del sueño. Pasado un rato, sólo dos hombres encapuchados quedaban en la cubierta como marineros, con Cátigo al timón, e Ilais apoyada en la borda, pegando sorbos de vez en cuando de su frasco, mirando los pensamientos de dios caer sobre las olas inmensas. El barco avanzaba directo hacia la tormenta, y ni siquiera se hacía el amago de recoger las velas o cambiar el rumbo. Ilais miraba al timonel, con todos sus sentidos alerta y dispuestos a descubrir la menor traza de magia que de él emanase. Pero no había nada.

Las olas comenzaron a zarandear el barco con creciente fuerza. La embarcación subía y bajaba, y los que aún quedaban en la cubierta se veían obligados a aferrarse violentamente a la borda para no verse arrojados por los aires y hacia el agua. Una ola finalmente barrió la cubierta, empapando todo lo que allí se encontraba. Un relámpago cayó lo bastante cerca como para que no hubiera que esperar al trueno. Y las velas seguían extendidas y el rumbo fijo.

  • Puede que la señorita prefiera resguardarse con los demás. Las cosas van a empeorar. - dijo Cátigo.

Cuando iba a responder, un nuevo bandazo del barco arrojó a Ilais contra el mástil. A su alrededor la oscuridad era absoluta, convirtiendo al mar en un muro de negrura líquida con matices de espuma. Sólo los relámpagos iluminaban de vez en cuando la escena, para mostrar murallas de agua que se alzaban a un lado y a otro, aún más altas que la propia embarcación y la lluvia azotando inclemente todo lo que bajo aquel cielo se encontraba.

Cuando Ilais finalmente descendió hacia la bodega para resguardarse, vio que sólo Cátigo quedaba en la cubierta, adherido al timón, firme e inamovible como una estatua.


Les despertó uno de los hombres encapuchados, su feo rostro picado de viruela y ojos saltones asomando bajo las ropas, a base de varias patadas bien dirigidas a las costillas. La luz se filtraba entre las rendijas de la embarcación, y el suelo estaba encharcado por el agua salada. Pero la embarcación estaba quieta, mecida suavemente por la marea, la tormenta había pasado, y sin duda había llegado el amanecer. Ilais se irguió en su camastro, con el frasco vacío en la mano. No había dormido en toda la noche, y se le notaba exhausta. Henk tuvo que ayudarla a caminar.
  • Vuestra amiga no tiene muy buen aspecto. - les gruñó uno de los marineros.
  • La tormenta la ha tenido despierta.
Cuando emergieron, vieron por primera vez el puerto de Tur Ukar, que tenía por nombre Despojos. Fueron azotados por el olor del pescado podrido y los orines vertidos, por el olor (hedor) del sudor y la sangre. Ante sí, una población construida parte en la tierra, parte en el mar, con casas endebles de tablones y deshechos que se balanceaban sobre altos postes que las mantenían adheridas al suelo marino. El día era gris y una fina llovizna caía, lo que sin duda pegaba con la tétrica imagen que el lugar proyectaba. Sobre los tablones que hacían de calles pasaban hombres y mujeres de mala vida, unos ofreciendo sus cuerpos por unas monedas, otros sus aceros por el mismo precio. Y ninguno valía aquí mucho. Parecía imposible que esa comunidad de alimañas y deshechos se hubiera mantenido en pie a pesar de las tormentas… de hecho, parecía imposible que se mantuviera en pie, simplemente. Despojos era una cicatriz purulenta sobre Giruzkar, enquistada y convertida en una acompañante eterna de su geografía. Había ardido al menos una docena de veces, y al menos dos purgas habían sido realizadas por la guardiamarina de Orostir para tratar de exterminar aquel cáncer, pero sin éxito. Al final, los piratas regresaban para reconstruir Despojos.

Parte de la culpa la tenía la antigua fortaleza que se alzaba en lo alto de uno de los acantilados, controlando el acceso al puerto. Considerada el centro del poder de Tur Ukar, varios señores piratas la habían reclamado a lo largo de los siglos, cambiando de manos de forma más o menos habitual según los tiempos que corriesen. Era la opinión habitual que quién controlase La Ruinosa, como se la conocía, controlaba también Despojos y por lo tanto Tur Ukar. El nombre de la fortaleza se debía primero a que era antigua como pocas cosas lo eran en Giruzkar, o incluso más allá, y el tiempo había hecho mella en su arquitectura. También, porque en las dos ocasiones en las que se había tratado de purgar la herida de Tur Ukar, los ejércitos del Rey habían realizado graves esfuerzos por destruir la fortaleza hasta sus cimientos… pero sin mucho éxito. Cada nuevo señor de La Ruinosa trataba de repararla y añadía nuevas e imaginativas “mejoras” a la fortaleza, y de la misma no quedaba más que los cimientos y sus mazmorras, siendo lo demás una amasijo de maderos, piedra y metal que muy bien recordaba a la propia población que custodiaba. Los pendones de la fortaleza mostraban ahora una mano extendida con una boca llena de afilados dientes en su palma, todo ello blanco sobre fondo negro.
  • Esos son los pendones de Ormzar Anbisen, el nuevo señor de La Ruinosa. - les dijo Cátigo desde el timón. Sus hombres habían comenzado a decargar.
  • ¿Cómo de nuevo?
  • No hace ni una semana. Hundió el barco de Sinrostro con su nave de vela rojas, y desde entonces maneja todo esto. Aunque pasa más tiempo saqueando que allí arriba. - el contrabandista les dirigió una sonrisa y guiñó su ojo bueno. - Pero ya os preocuparéis por eso en otro momento. Por ahora, deberíais encontrar algún lugar para que vuestra brujita descanse. No vayan a desaparecer vuestros rostros.
Todos miraron en silencio a Cátigo y a su ojo muerto unos instantes. Al final Flecha le dedicó un saludo y se marcharon.

Encontrar un lugar donde quedarse en Tur Ukar no era un asunto sencillo. Sabían que hacia el interior había poblados bárbaros que los degollarían nada más verlos por creerlos piratas y saqueadores, pero también sabían que la mitad de las habitaciones que en el puerto pudieran encontrar los degollarían para quedarse con las monedas que tuvieran.
  • Hay un lugar en el que podríamos quedarnos. - murmuró Otavio.
  • ¿Conoces algo de este lugar?
  • Algo. Un conocido mío regenta unos alquileres por aquí, un local que se llama Las Puertas de Bronce.
Henk sujetaba a Ilais para que no se cayera mientras esta respiraba pesadamente. Los ojos se le cerraban y tenía un color ceniciento.
  • Llévanos allí. Ilais no aguantará mucho más, necesita un lugar en el que descansar.
  • Bien, pero hace mucho... quiero decir, yo no he puesto pie aquí en mi vida. Habría que preguntar.
  • Preguntémosles a ellos. - hizo notar Flecha.

Mientras se preocupaban por a donde acudir parados en el muelle, un grupo de piratas les habían rodeado. Enseñaban largos cuchillos y toda clase de macabros trofeos, como dientes, orejas, dedos y otros semejantes. Reían roncos y se limpiaban las narices con las mangas de unos trapos que tenían por costumbre llamar ropas. Eran cinco, nada menos, todos ellos con aspecto de haber sobrevivido a más de una trifulca. Henk aferró su espada, que seguía cubierta por la ilusión, pero la exhausta Ilais puso la mano sobre su puño.
  • Si os metéis en una pelea, no hay forma de que mi magia os cubra. - susurró, apenas sin fuerzas.
Henk relajó la presa sobre su filo, pero no lo soltó.
  • Mira, Vizo, cuatro nuevos voluntarios.
  • El grandullón tiene buena pinta.
  • Sí, pero la moza no parece muy entera, igual hay que darle un remojón para que se espabile.
  • A ver, mozos, os venís con buena voluntad o tenemos que recurrir aquí a los hierros.
Flecha avanzó con las manos a la vista y la sonrisa dispuesta.
  • A ver, mozos, que no buscamos lío y aquí mi amigo es de pronto fácil, ¿qué me decís si salís todos con calma y no cae aquí desgracia ninguna?
  • Míralo al querubín, que verraco se nos pone. No voy a decir otra vez, que o bien sos venís o…
Golpeó su palma con el cuchillo un par de veces, con gesto intimidatorio. El filo del arma estaba herrumbroso, y cubierto de porquería. Estaba claro que no había muchas opciones de negociación allí.

Así que rápida como su nombre, Flecha desenfundó una daga y la lanzó al portavoz del grupo de reclutadores. Este se encogió en el último momento y la daga se le clavó en el pecho, pero lejos del corazón al que iba dirigida. Ilais soltó un gemido, cuando su ilusión finalmente se deshizo. Esto fue en realidad una suerte para el grupo, pues la sorpresa de verse de pronto rodeando no a un grupo de gentes de aspecto más o menos miserable, si no a un grupo de guerreros bien armados y preparados (con nada menos que un semiorco entre ellos), les hizo perder cualquier ventaja que pudieran tener. Con un grito que hizo retumbar el muelle, Henk sacó su espada  dejó libre la furia y angustia que había estado viviendo estos pasados días. La espada cortó a uno de los piratas en dos, y con un giro golpeó a un segundo que aunque logró cubrirse con los brazos, el golpe lo arrojó al agua que pronto se tiñó de rojo. Fue un desafortunado destino, pues la sangre no tardaría en atraer a los marrazos que sembraban las aguas de Tur Ukar. El que había recibido la daga en el pecho aún se recuperaba cuando la lanza de Otavio se clavó en uno de sus camaradas a la altura de la pierna, desviada del último momento de sus entrañas por su herrumbrosa herramienta, pero incapaz de librarse de todas maneras de la herida. En su defensa diremos que la herida no fue bastante para derribarlo, que en su lugar tuvo la presencia de ánimo suficiente para darse la vuelta y echar a correr sin perder un instantante y al parecer sin sentir en absoluto la herida en su muslo. El otro, el que aún estaba entero, se lo pensó un momento, pero decidió seguir el ejemplo de su compañero y se marchó a todo correr sobre el destartalado muelle. Sólo quedó el que llevaba el cuchillo en el pecho, pero se vio interrumpido por una punta de flecha puesta directamente ante sus ojos.

Flecha sonreía, como sonreían pocas cosas en el mundo, más allá de un cuchillo afilado o un león satisfecho. El pirata quiso tragar saliva, pero tenía la boca seca.
  • Déjalo, ya lo mismo da. Vamos a ver si podemos meternos en algún lado, y más vale que sea deprisa. - Henk había ya limpiado y guardado la espada, su naturaleza había regresado al estado taciturno y tranquilo que le era propio. Ilais se apoyaba pesadamente en su brazo, jadeando, peleando por tenerse en pie.
A la distancia los observaban varios marineros de muy diversa y escasamente positiva catadura moral, todos ellos señalando y comentando con quien tuvieran al lado. Había sido un espectáculo impresionante, ciertamente, uno sobre el que no tardaría en correr la voz.
  • Flecha… - jadeaba Ilais - no tendrías que haberle atacado. Ya hablaremos. Otavio, guíanos.
Flecha se rascó la nariz y escupió al agua. Luego se giró y le quitó la daga del pecho al pirata en el suelo sin mirarle a la cara. Ni siquiera cuando gritó con toda la fuerza de sus pulmones al sentir el acero salir de su carne.

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