Tomos

jueves, 20 de julio de 2017

El Barco de Velas Rojas (Capítulo IV.2)

Sentados en su mesa en la Burra, la extraña compañía discutía sus planes.
  • ¿Cómo podríamos hacer para entrar en Tur Ukar?
  • Los piratas siempre están buscando nuevos “reclutas”, así que no creo que entrar sea un problema. Bastará con disfrazarnos.
  • Daiyu será un problema. - indicó Flecha.
  • Sí, ciertamente. No es fácil pasar desapercibido con un aspecto como ese. Quizá tenga que quedarse.
  • No es de mi agrado, pero haré lo que sea necesario.
  • El verdadero desafío será salir de allí.
  • No si conseguimos hacernos con el barco de velas rojas. - indicó Daiyu.
  • Entonces el problema será cómo hacernos con el barco. Si es tan valioso como dices, sin duda estará bien guardado. Y nosotros somos pocos.
Beelethur se presentó con más jarras para todos, y otro trago de estepario para Henk. El semiorco no había dicho ni una palabra desde que habían llegado a la villa, excepto para pedir la bebida. Ator no estaba esperándolos allí, como Flecha tan animosamente había asegurado durante el camino.
  • Eso lo decidiremos una vez estemos allí. No podemos planear nada si no conocemos el terreno.
  • La bruja tiene razón, no sabemos siquiera si lo guardan en el puerto de Tur Ukar o si lo tienen en otro lado. Por lo que el cornudo este nos ha contado, están aliados con esas criaturas de los abismos, por lo que sabemos podrían guardarlo en el fondo del mar. - Otavio había mantenido los morros pegados a la jarra hasta ahora.
  • Entonces lo primero es llegar allí. Luego decidiremos el resto.
  • Bien. ¿Y cómo llegamos allí?
Flecha les miraba con los brazos cruzados y las piernas sobre la mesa. No había tocado su jarra.
  • Quiero decir, la última vez conseguí convencer al pescador aquí presente para que nos llevara. Pero una cosa es acercarse a dar una vuelta por unos acantilados y otra muy distinta navegar hasta el nido de unos piratas a través de unas aguas infestadas de tormentas y monstruos. Y más teniendo en cuenta que las noticias sobre el resultado de nuestra última aventura ya están en boca de todos.
  • Yo no he dicho nada. - gruñó Otavio. Y era cierto, ni siquiera se había acercado al puerto.
  • Puede que a mi se me haya escapado algo con los carreteros, ¡pero eso no es lo importante! Lo importante es que no tenemos un barco. - volvió a enfatizar Flecha.
  • ¿Necesitáis un barco para ir hasta Tur Ukar?
Beelethur estaba junto a ellos lavando una jarra y mirándoles con su perpetua sonrisa élfica.
  • Sí, Beelethur. Lo necesitamos para recuperar el barco de velas rojas y poner fin a todas estas tormentas.
  • Bueno, siempre podéis preguntar a los contrabandistas.
  • ¿Cómo?
  • Claro, todo el mundo sabe que en Tansa Calra trabajan los contrabandistas, llevando mercancías de Tur Ukar y otros lugares hasta Orosti. No son gente honrada, pero respetan el oro y a veces aceptan llevar a criminales y otras gentes huyendo de la justicia hasta Tur Ukar. Por un precio.
Todos miraron a Ilais, y ella se encogió de hombros. Parecía una opción tan buena como cualquier otra. Aún así, miró a Henk para asegurarse que se mostraba de acuerdo. Pero en aquel momento el semiorco sólo parecía interesado en su bebida. A la mañana siguiente estaría mejor, o eso esperaba Ilais. No podían hacer esto sin él. Sobre todo ahora que Ator no estaba con ellos.


Una noche más en el Ratito y Medio, y Cátigo disfrutaba de un buen trago de ginés junto con algunos de sus camaradas. La reciente plaga de tormentas había demostrado ser una bendición para el negocio. Al menos, para aquellos con el ánimo suficiente como para atreverse a navegar bajo tales circunstancias. Con el ánimo suficiente, o con un poco de ayuda de la gente apropiada, pensó Cátigo con una sonrisa amarilla. Cubría su cabeza con un pañuelo bajo el que asomaban sus lacios y grises cabellos. Uno de sus ojos era pálido y sin vida, el otro de un vibrante color azul, y la postura siempre ligeramente encorvada. Se decían de Cátigo muchas cosas, como que su madre había sido un pez, que era un brujo que te podía maldecir con su ojo malo, o que había matado a cuatro hombres con un tenedor. No era importante si era verdad o no. Lo importante es que esas cosas se decían.

Cuando Flecha se acercó para hablar con él, Cátigo no vio al célebre aventurero de puntería letal, si no a un joven de barba incipiente y mirada lúgubre. El recién llegado captó la atención del contrabandista con un vaso de dulce de las islas.
  • Bueno, bueno, ¿qué puede hacer Cátigo por una remorilla como tú?
  • Busco pasaje a Tur Ukar. Lo antes posible.
Cátigo apuró su amargo trago de ginés para poder empezar cuanto antes con el de dulce. Se limpió los labios con los dedos mientras medía al muchacho con su ojo muerto.
  • ¿Y puedo preguntar por qué la prisa?
  • Son asuntos privados. Pero unos amigos vendrán conmigo.
  • ¿Cuántos? Porque el barco es pequeño y el viaje no es precisamente corto…
  • Cuatro.
  • Ya… creo que podríamos arreglar algo. Por cuatro… centenar de monedas sería justo.
  • Urto pedía ochenta.
  • Urto no ha salido a la mar desde hace una semana, y perdió un cargamento entero en una tormenta. Todo el mundo sabe que el único que pueda navegar estos días por aquí soy yo. Mi ojo mágico me permite ver el rumbo seguro en medio de la tormenta.
El joven se revolvió inquieto intentando evitar la mirada del pálido ojo.
  • Tranquilo, remorilla, que no maldice a menos que yo se lo pida.
  • ¿Es verdad lo del ojo?
  • Tú sabrás. Lo que es verdad es que yo te puedo llevar a salvo hasta Tur Ukar, tormenta o no tormenta. Y que pido un centenar de monedas por cuatro pasajeros.
  • Yo… sólo tengo ochenta.
Cátigo bebió del dulce de las islas y chasqueó la lengua tras el primer trago. Volvió a mirar al joven a su lado, que intentaba mantener un gesto serio y ceñudo, a pesar de que se veía que no debía ser más que un crío.
  • Está bien. Por ochenta te llevo hasta allí. Pero a partir de ahora, cada vez que me veas la jeta más te vale invitarme a un trago. Vente cuando cierren el garito.
Y con estas palabras el contrabandista se dio la vuelta y siguió bebiendo con sus compinches. El muchacho, que era Flecha, salió fuera, caminó unas calles, y cuando estuvo seguro de que nadie le seguía, se reunió con sus compañeros.
  • ¿Cómo ha ido? - quiso saber Ilais.
  • Pues ni tan mal. Hasta he conseguido regatearle veinte monedas.
  • ¿Pudo ver a través del disfraz?
  • No, tu conjuro es fantástico. Si no supierais que soy yo, ni vosotros podríais reconocerme.
Con un gesto de la mano y una palabra Ilais hizo desaparecer el disfraz.
  • ¿A qué hora entonces?

Cátigo les estaba esperando en la puerta del Ratito y Medio mientras cerraban. A los ojos de los demás, lo que apareció fue una panda de maleantes y canallas guiados por un muchacho sonriente. Si le hubieran pedido a alguien sin embargo que les describiera dichos canallas o maleantes con cierto detalle, que resaltase algún rasgo llamativo sobre ellos, nadie hubiera sido capaz de decir nada en concreto. Cátigo los vio llegar con una sonrisa.

No se entretuvo con charlas banales. Con un gesto les indicó que le siguieran. Se alejaron del puerto para acercarse a la playa. Allí Cátigo sacó una lámpara e hizo algunas señales. Al poco, se pudo escuchar el paleo sobre el agua, y un bote de remos con tres hombres cubiertos por gruesas capas llegaron a la orilla.
  • ¡Cátigo! ¿Otra vez pasajeros?
  • Sí, quieren llegar a Tur Ukar.
  • ¡Ja! ¿Qué es lo que habéis hecho para querer ir a ese nido de ratas?
  • Vete a saber. - Cátigo dejó una bolsa de monedas en la mano del hombre. - Pero no es asunto nuestro. Arreando.
Una vez estaban ya lejos en la bahía, paleando con cuidado y con todas las luces apagadas, en medio de ese mar de negrura, pudieron respirar tranquilos. Vieron en lo alto el castillo con todas sus almenas encendidas, las pequeñas siluetas de los soldados allí recortadas. La ominosa figura de Tansa Caral, que dominaba la bahía de Orosti, se hacía cada vez más nítida recortada contra el horizonte estrellado. Una isla, un islote, más bien, cubierta de menhires tallados por los elfos de la espina mucho antes de la llegada del hombre, de misteriosas espirales y mudo poder. En la cima de la isla se alzaba una edificación en ruinas, que decían algunos que había sido un faro, y otros que un templo, pero que todos coincidían en marcarla como maldita. La mayoría pensaban que la isla estaba habitada por fantasmas, espectros, y toda clase de apariciones atraídas por el poder de las piedras, y por lo tanto la evitaban tanto como fuera posible. Esto era una suerte para piratas y contrabandistas de toda índole, que solían hacer uso de la isla como lugar de reunión o escondite.

La barca llegó finalmente a su destino, los tres hombres tomaron unos pocos fardos y comenzaron a ascender por uno de los senderos de la isla, custodiado por un menhir. Cátigo hizo un gesto a los compañeros, y todos le siguieron.

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