Karb se tomó su tiempo en admirarla, su factura era excelente, magistral. Se trataba de una gran espada de batalla, tan alta como un hombre (al menos casi tanto como Karb, que entonces medía metro ochenta), de filo ancho y larga empuñadura. A pesar de su enorme tamaño y sólido aspecto, no resultaba especialmente pesada estando además perfectamente equilibrada. En la hoja estaban inscritas unas runas que el bárbaro no entendía, pero que sabía decían algo importante.
Aquella era una espada de reyes, con toda seguridad forjada por los zwars cuando aún habitaban sus Fortalezas, utilizada para acabar con una bestia que hubiese sido imposible de matar de otro modo. Y Corm le había guiado hasta ella.
Con lágrimas en los ojos se arrodilló y agradeció al Amo de las Cumbres, al Poderoso, al Trueno Inmortal el hallazgo.
Un rugido a su espalda fue todo el aviso que recibió, y todo lo que necesitaba. De un hábil salto rodó hacia delante y puso su nueva espada en guardia. Él suelo tembló cuando el monstruo aterrizó donde escasos momentos antes se había encontrado el chico bárbaro. Frente a él, mirándole con ojos agudos y relamiéndose con glotonería, la mayor bestia (si no la más peligrosa) que uno pudiera toparse en Valle: un Dienteespada.
Su poderosa musculatura temblaba de emoción, su cola se agitaba inquieta y sus ojos no lo perdían de vista. Rápido como un árpave, fuerte como un oso, aquella bestia de quinientos kilos había encontrado su cena.
Karb sudaba, y se preparaba para el inminente asalto, que no tardaría en acontecer. Innevin vibraba en sus manos, ansiosa por probar de nuevo la sangre tras mil años de abstinencia.
Cuando el dienteespada habló, su voz sonó como un ronco y profundo rugido, elegante y letal.
- VAMOS CHICO, BAJA ESA ESPADA, PODRÍAS HERIRTE. SIÉNTATE Y ESPERA TU MUERTE; TE PARTIRÉ EL CUELLO, APENAS SENTIRÁS DOLOR.
Karb no respondió, sabía que solo pretendía debilitarle. También sabía que esto era la prueba. Corm nunca regala nada. Debía mostrarse digno de portar aquella arma. Había hallado su Valor, pero aún no había probado merecerlo.
- Ven y trata de hincarme el diente, Misifú.
Los dienteespada eran listos, rápidos, fuertes... Y terriblemente orgullosos. Con un bramido se abalanzó sobre el surnita, la ira reflejada en sus felinas facciones, las garras extendidas hacia el cuello de su presa, las fauces abiertas emitiendo un atronador rugido que hubiese helado la sangre de cualquier hombre. Pero Karb no lo era. Era un surnita.
Abalanzándose a su vez sobre su enemigo, Karb interpuso a Innevin entre las garras, cada una tan grande como el cuchillo del maestro carnicero. Con un movimiento de sus portentosos brazos, Karb desvió a la bestia de su trayectoria, logrando que dejase su flanco al descubierto. La espada saltó de sus manos presta a destripar a la criatura, pero esta era lo bastante ágil como para evitar la mayor parte de la hoja. Sin embargo, no pudo evitar que su pata trasera se interpusiera en la trayectoria del espadón. Rugió con dolor, y Karb pudo ver que cojeaba. El dienteespada intentó alejarse un poco de su enemigo, observándolo con ojos cargados de ira... y cierto asombro.
- ¿Acaso pretendes huir?
- AROLAR JAMÁS HUYE, CHIQUILLO, ASÍ ESO IMPLIQUE SU MUERTE. DIME, ¿CUÁL ES TU NOMBRE?
- Karb "Manotocha" de los surnitas. Tu muerte me hará hombre, Arolar, y por ello será debidamente honrada.
La bestia rugió con el orgullo de alguien que ni por la muerte puede ser derrotado y se abalanzó sobre el surnita.
La escena que siguió a continuación hubiera sido cantada durante generaciones si algún beslar hubiera estado presente, y solo podría compararse con la ira de dos Truenos. Arolar cargaba como si no hubiera herida alguna sobre su cuerpo y Karb se defendía con el ímpetu de un gigante mientras Innevin buscaba, firme y poderosa, la vida del enemigo.
Garras y acero chocaban en aquella sagrada tumba, y los huesos se estremecían de placer al recordar la batalla.
Karb era ahora furia encarnada, un Señor de la Tormenta engendrado por Corm, una fuerza imparable sin voluntad, una batalla hecha hombre. Arolar era lo salvaje, la libertad con forma de bestia, una matanza convertida en carne.
Con un fiero aullido, cubiertos de sangre y con sus cuerpos abiertos por mil heridas, cargaron el uno contra el otro una última vez.
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