La carne cedió, el hueso crujió, y un cuerpo exhaló un último aliento. En el suelo se formaba un río de sangre que iba a parar al claro y apacible estanque donde se mesaban las barbas del dios muerto, tiñéndolo con el rojo de la muerte.
Despacio, Karb soltó su espada y se dejó caer al suelo, inerte, cubierto de sangre y con la carne abierta, con la mirada perdida en un techo de luz.
Había ganado. Arolar yacía empalado por Innevin, laxos sus poderosos músculos, abiertas sus temibles fauces, con sus letales garras aún extendidas. Había superado su prueba y, por lo que tenía entendido, nadie desde el viejo Ator había traído consigo el corazón de un dienteespada. Uren el beslar le había dedicado una canción, aunque en ella el dienteespada pareciese más un dragón que un felino.
Lleno de júbilo, el hombre tendido en el suelo se echó a reír con todas sus fuerzas, su pecho se convulsionaba por la alegría y las rocas, contagiadas por su entusiasmo, le devolvían el eco (¿de qué otra forma puede reír las piedras?).
Una vez se hubo secado las lágrimas, sacó el cuchillo de su padre del cinto y se dispuso a arrancarle el corazón a la criatura.
Tras realizar los ritos apropiados, hundió el filo en la carne del cadáver. Entró con facilidad, pues el último golpe de su espada había partido las costillas de la bestia (y por ello Karb temía que el corazón hubiese quedado hecho un desastre). Entonces, en el lugar en el que debería haber estado el corazón, su hoja chocó contra algo duro. El bárbaro maldijo por lo bajo temiendo que sus miedos fueran fundados y acabara de toparse con un pedazo especialmente grande de una costilla, pero cuando introdujo sus manos en la masa sanguinolenta de las entrañas de la bestia para tratar de retirarlo, no pudo evitar sorprenderse cuando su mano halló lo que parecía ser un rubí del tamaño de su puño (y teniendo en cuenta de quién hablamos este era considerable).
Miró su descubrimiento con un gesto de incredulidad que hubiese hecho reír a más de uno; lo palpó, miró y revisó cien veces, hurgó aún más en el cadáver en busca de un corazón que, ahora era patente, no estaba. En su lugar había una joya ensangrentada y cálida al tacto.
Desconcertado, Karb no pudo más que admitir que aquello que tenía en sus manos era, de un modo u otro, el corazón de la criatura.
También pensó, en un aparte, que nunca había oído que los dienteespadas hablasen.
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Cuando Karb finalmente logró salir de aquel laberinto, la luz le golpeó como si de un cañonazo se tratase. La tormenta había escampado, estaba amaneciendo y Valle se extendía a sus pies con su belleza fría, salvaje y serena.
Cansado por la agotadora noche, con las heridas aún recientes, y sin haber pegado ojo, el bárbaro se dejó llevar ladera abajo, arrastrando pesadamente sus pies. Se dibujaba en su rostro una sonrisa boba, y sus ojos se perdían en un mar de ilusiones. Por fin era un hombre, un adulto, un surnita. Su Valor, al que Corm le había guiado, colgaba pesadamente en su espalda, y el extraño corazón que había arrebatado a la bestia aún goteaba sangre en su zurrón.
Atravesó la arboleda y alcanzó el arroyo, siguiéndolo hasta su aldea, donde la gente se congregó a su alrededor con orgullo y alborozo.
Karb alzó su espada, e Innevin brilló sobre sus cabezas, orgullosa y altiva, liberada.
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