Karb se tomó su tiempo en admirarla, su factura era excelente, magistral. Se trataba de una gran espada de batalla, tan alta como un hombre (al menos casi tanto como Karb, que entonces medía metro ochenta), de filo ancho y larga empuñadura. A pesar de su enorme tamaño y sólido aspecto, no resultaba especialmente pesada estando además perfectamente equilibrada. En la hoja estaban inscritas unas runas que el bárbaro no entendía, pero que sabía decían algo importante.
Aquella era una espada de reyes, con toda seguridad forjada por los zwars cuando aún habitaban sus Fortalezas, utilizada para acabar con una bestia que hubiese sido imposible de matar de otro modo. Y Corm le había guiado hasta ella.
Con lágrimas en los ojos se arrodilló y agradeció al Amo de las Cumbres, al Poderoso, al Trueno Inmortal el hallazgo.
Un rugido a su espalda fue todo el aviso que recibió, y todo lo que necesitaba. De un hábil salto rodó hacia delante y puso su nueva espada en guardia. Él suelo tembló cuando el monstruo aterrizó donde escasos momentos antes se había encontrado el chico bárbaro. Frente a él, mirándole con ojos agudos y relamiéndose con glotonería, la mayor bestia (si no la más peligrosa) que uno pudiera toparse en Valle: un Dienteespada.