Creo que la primera vez que escuché el término de “fantasía heroica”, fue en el 2015. Cuando me contaron lo que era, me di cuenta de que era algo que conocía ya muy bien. De hecho, había leído obras de fantasía heroica, y había jugado a partidas de fantasía heroica. A muchas.
La fantasía heroica se distingue por el componente de la aventura. En la mayoría de las obras fantásticas, hay un motivo, una misión por el que los personajes deben salir de aventuras, lo hacen empujados por una motivación concreta y a menudo épica y heroica. Es lo más habitual que los personajes en la fantasía sean de alineamiento bueno, luchen constantemente por hacer lo correcto y tengan tendencias altruistas. No sucede así en las obras de la fantasía heroica, donde lo que mueve a los personajes hacia la aventura es el mero ansia de aventuras. También la gloria y el oro, por supuesto, pero en última instancia uno se da cuenta de que no son si no una excusa. Los personajes no le dan valor a las riquezas o a su renombre. Célebres personajes de la fantasía heroica son Conan, Fafhrd y el Ratonero Gris (creo recordar que sus obras acuñaron el nombre de “fantasía heroica”) y Gotrek y Félix. O, probablemente el original y más antiguo de todos, Simbad el Marino. Es verdad que siempre se encuentran a la caza de la fortuna, buscando oro y fama, pero a menudo renuncian a una fortuna por motivos más mundanos, o incluso cuando están podridos de dinero (como Simbad al término de su primera serie de aventuras) algo les llama a volver a jugarse el pellejo. En el caso de Simbad, literalmente se aburre de esa vida de lujos y decide montar una expedición comercial de alto riesgo, que termina como el rosario de la aurora. Sus personajes anhelan riquezas, pero en realidad no les dan valor. Las quieren porque son una prueba tangible de sus aventuras, y porque les permite acceder a una vida a cuerpo de rey. No las atesoran, las consumen como un horno insaciable, lanzan las monedas al aire hasta que no les quedan más… y vuelven a empezar. La riqueza no es el fin ni el motivo de la aventura. Es un agradable bonus.
Los personajes de la fantasía heroica viven a menudo al margen de la sociedad, o como poco en sus límites. Son extraños en su propio mundo, precisamente porque no miden las cosas en la misma escala de valores. Son parias, celebrados cuando están rodeados de riquezas y burlados cuando no les queda un céntimo. Gente de fuera del mundo, que precisamente por ello son los únicos capaces de llegar a comprenderlo y a descubrir sus secretos. Gente guiada, favorecida y maldita al mismo tiempo por la mano del destino, capaces de lo mejor y de lo peor, lo tendrán todo y lo perderán todo. Son Pjs.
Esto no es así en todos los juegos de rol, pero en los más populares (léase, aquellos de la familia de D&D) es el perfil habitual de los personajes. Un grupo de desconocidos con más o menos historia que se reúnen para partir a la aventura y, con algo de suerte, lograr fortuna. El más clásico de todos los inicios de aventuras de este tipo (“os encontráis sentados en una taberna cuando un misterioso encapuchado se acerca…”) no es si no la máxima expresión de esa filosofía. No importa el dónde, el cómo, ni el por qué. Los personajes están ahí, porque ahí es dónde está la aventura, y no hace falta más trasfondo ni motivación, porque ni siquiera existe la duda de que los personajes van a responder a la aventura. Porque es lo que hacen, es a lo que se dedican.
Por supuesto que puede haber épicos trasfondos, que pueden existir misiones que puedan decidir el destino del mundo o que pongan a los personajes en medio de algún terrible dilema moral. Puede haberlos, y pueden ser grandes partidas. Pero en última instancia, los personajes acabarán en esas historias porque están dispuestos a afrontarlas, más que porque sean las personas adecuadas para hacerlo.
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