domingo, 24 de septiembre de 2017

El Barco de Velas Rojas (Capítulo VII.2)

  • ¡Martilo en su forja! - invocó Henk, imponiéndose sobre la tormenta.
La lluvia sobre su cuerpo comenzó a unirse, a aglomerarse, y de pronto Henk llevaba puesta una armadura de mallas sobre el cuerpo, el agua que la había formado transformada en duro metal. Sobre su cabeza, un yelmo de aspecto magnífico. Ilais a su lado agitó el bastón y pronunció palabras arcanas, que tomaron la forma de un abanico de escarcha que se abalanzó sobre los pelágicos que se acercaban por estribor. No sólo quedaron cubiertos de hielo, muchos moribundos y anclados a la cubierta, si no que la lluvia que caía se convirtió en peligrosos carámbanos que hirieron a otros alrededor. Henk y Ator se situaron en vanguardia, y tras una rápida invocación Ator mostraba ahora otra armadura de mallas sobre su cuerpo, donde debería haber estado un simple coleto de cuero. Flecha sacó dos largos cuchillos, y sonreía despiadada. Ilais se mantenía cerca de Henk, mientras rebuscaba conjuros en su bolsa y en su mente. Los pelágicos llegaron.

Sus armas de hueso y coral, aunque encantadas con profanos conjuros de las profundidades oceánicas, carecían de la dureza necesaria para romper la dura malla. Los guerreros sufrieron varias magulladuras, pero confiando en sus protecciones contra aquellas pobres armas, Henk y Ator tajaban a su alrededor con la fuerza que la desesperación concede. Henk blandía pesadamente su gran espada y con cada golpe saltaba sangre negra y las filas de los pelágicos mermaban. Pero al lado de Ator, parecía estar arrancando las hierbas con la mano, mientras Ator las segaba. Su hacha subía, bajaba, giraba, torcía… y nunca abandonaba limpia su posición. Su escudo estaba siempre donde debía estar, a veces arma, cuando con un poderoso golpe hacía retroceder a un pelágico partiéndole el brazo o las costillas, a veces ángel de la guarda, cuando desviaba (no detenía, desviaba; Ator no era ningún novato) un golpe directo a sus piernas. Flecha bailaba entre ambos combatientes, de alguna manera siempre a salvo, siempre al margen de sus ataques, mientras sus compañeros le cubrían sus cuchillas acudían como llamadas por las gargantas y las manos de sus enemigos, y con ellas incluso desviaba o frustraba los golpes contra sus amigos. Sus heridas a los pelágicos eran una molestia incesante, una picadura quizá no letal, pero sí dolorosa. Los heridos conocían su misericordia, los sanos se convertían en heridos, y al final todos caían. Ilais se mantenía cerca, blandiendo su bastón con ambas manos y golpeando a diestra y siniestra, partiendo cráneos cuando la ocasión lo requería, apartando a los que se acercaban demasiado. Los golpes a su alrededor se detenían justo antes de tocarla, o eran misteriosamente desviados por la invisible mano del destino, conjurada a su favor por la hechicera.

Incluso aquellas monstruosidades primigenias debían conocer el significado del miedo (o quizá fuera algo nuevo para ellas), pues sus ataques perdieron intensidad, sus lanzas dejaron de buscar la carne de sus presas con tanto ahínco. Retrocedieron, y un círculo mortal se formó alrededor de los Cuatro de Largoinvierno, que jadeaban y sangraban por una docena de heridas, pero sonreían. A sus pies, al menos una docena de pelágicos yacían sin vida. Quizá la mitad de los que allí se encontraban.

Ator jadeaba satisfecho, embargado por la emoción de la batalla, dispuesto a todo, capaz de ello. Anbisen estaba ahora allí, frente a sus escamados esbirros (o tal vez asociados), y con los dientes desnudos. Una ola barrió la cubierta, pero la pesadilla seguía allí cuando pasó. Inamovible.

Anbisen avanzó hacia los héroes, los pelágicos formando un pasillo, murmurando y barbotando, sus pálidos y bulbosos ojos siguiendo su imponente figura como el pez sigue el anzuelo. Ahora que lo tenían ante sí, los compañeros de Ator tuvieron que admitir que los relatos del guerrero no tenían nada de exagerado. Había algo terrible e inhumano, monstruoso, en la figura de Anbisen. Provocaba un terror que poco tenía de racional, si bien había razones en abundancia para temerle. Había algo más, despertaba un terror instintivo y primigenio, debido quizá a algo que era demasiado sutil para captar con la mente, como una sombra en el límite de la mirada, o un olor ahogado por una multitud. Había algo, pero no se podía precisar el qué.

Hasta que su piel saltó. La piel de Anbisen se revolvió con vida propia, lanzando zarcillos y tentáculos hacia ellos. Como el impío sacerdote que habían visto en aquella caverna bajo las olas. Una muestra de devoción absoluta, en la que uno se sacrificaba a sí mismo a las oscuras divinidades de las profundidades, a través de la carne ascendido a su magnificencia, alcanzada la comunión definitiva con el objeto de su adoración. Qué celos debían sentir los miserables adoradores de los dioses mortales, de los dioses del mundo bajo la bóveda celeste y no marina, incapaces de sentir tan íntima unión, forzados a mantener su fe en vagas promesas y tenues milagros, pero siempre acosados por la duda, incluso el más devoto de ellos temeroso del silencio, incapaz de saber con certeza si obró bien, si su dios le favorece, si está contento, si realmente le escucha. Anbisen no conocía el silencio, y su amor y su fé eran una certeza absoluta, pues su dios estaba con él, siempre y a todas horas. Era parte de él, y en susurros le informaba de sus deseos y de sus juicios. De su amor, y de sus apetitos.

Henk invocó el nombre de Heru para detener los tentáculos. Ante la visión de un campeón de su dios, y de su propio dios, los pelágicos enloquecieron gritando en extático frenesí, agitando las armas y pateando la cubierta. Anbisen llegó tras su piel, golpeando a Ator con sus manos desnudas en el estómago, toda su fisonomía espantosamente deformada por el parásito que lo cubría, uno de sus ojos arrastrado por el mismo hacia delante cuando había atacado, algunas costillas visibles bajo el manto de piel y carne parásita, la dentadura a la vista deformada en una sonrisa monstruosa mientras la carne se agitaba y convulsionaba. Con hambre. Ator aguantó el golpe formidablemente, aunque ni siquiera la cota de mallas que vestía por la gracia de Martilo pudo detener el impacto por completo. Entonces el parásito saltó hacia delante, en busca de la deliciosa carne humana que ante él se exhibía. Fue obligado a retroceder, sin embargo, ante una enérgica cuchillada de Flecha. Anbisen no perdió el tiempo, y su mano se abalanzó a por el cuello de su enemigo. Flecha tuvo el suficiente sentido común como para saltar hacia atrás, mientras Ator, ya recuperado, descargaba un hachazo sobre aquella masa espasmódica y palpitante.  El hacha cortó la voluble carne del parásito, pero los tentáculos lejos de retraerse se abalanzaron sobre la mano que la empuñaba y Ator tuvo que soltarla. Henk entonces apareció a la espalda de Anbisen, y blandiendo su espada con ambas manos cortó a través del costado de Anbisen. La sangre cubrió todo su costado en un momento, e Ilais conjuró entonces escarcha sobre el coloso, tratando de encerrarlo en una prisión helada. La escarcha recubrió su cuerpo formando enormes cristales, pero el orco rugió y la cristalina prisión saltó en pedazos. El parásito entonces se abalanzó ávidamente sobre la herida sangrante, que se cerró casi al instante. Mientras tanto, varios de los tentáculos se abalanzaron sobre Henk, que no pudo retroceder a tiempo. Los tentáculos se aferraron a la cota de malla, y tiraron de ella atrayendo a Henk hacia un fatal abrazo. Se colaron entre los huecos de su armadura, y hurgaron en su carne como taladros, arrancando piel y músculo, penetrando cada vez más hondamente en el cuerpo del semiorco mientras sangraba y aullaba de dolor.

lunes, 18 de septiembre de 2017

El Barco de Velas Rojas (Capítulo VII.1)

Capítulo VII

  • ¿Cómo te gustaría morir?
  • Salvando a otros. - Henk no se lo pensó ni un momento, el ritmo con el que frotaba su espada con aceite ni siquiera vaciló.
  • Hacerle esa pregunta a Henk es una pérdida de tiempo, Flecha. Estaba bastante claro. - refunfuñó Ator afilando su hacha.
  • Pero lo que yo pregunto es de qué forma concreta. El cómo, no el por qué.
Henk dejó de frotar la espada y frunció el ceño. Se lo estaba pensando. Ator se le adelantó.
  • Yo, decapitado.
  • ¿Por algún motivo en especial? A mi me parece bastante truculento.
  • Quiero saber si cuando te cortan la cabeza te mueres enseguida, o aún estás ahí dentro un rato.
  • ¿Y si resulta que sí lo estás? ¿No sería aún más espantoso? - le preguntó Henk.
Ator sencillamente se encogió de hombros.
  • Un tiempo más de vida que ganaría, ¿no?
Flecha lanzó una ufana sonrisa mientras se acodaba sobre la roca a la que se había encaramado. Henk se decidió a hablar.
  • Creo que a mi me gustaría morir atravesado por cien lanzas enemigas, ni una esquirla del cuerpo sin cubrir de sangre, ni un pedazo de piel sin abrir, después de haber resistido tanto como se podía resistir, saber que hice todo lo que pude hasta el final. - el semiorco meditó unos momentos su respuesta, hasta que pareció satisfecha con la misma y continuó frotando su espada.
  • ¿Y era yo el truculento? Qué mejor que una muerte rápida, y que además resuelve un misterio. ¿Y tú, Flecha? ¿Cómo te gustaría morir?
  • Mi caso es especial, porque yo no me voy a morir.
  • Cierto, siempre se me olvida. - dijo Ator con una sonrisa.
  • Eh, no lo digo yo, me lo dijo una golondrina de otoño, y todo el mundo sabe que las golondrinas de otoño no mienten.
  • No hay golondrinas en otoño, Flecha. - gruñó Ilais desde el otro lado de la roca, sin despegar las narices de su libro.
  • Pero si tuviera que morirme… - continuó echándose sobre la roca, a mirar el cielo gris que descargaba lentamente y a base de caricias un suave manto blanco. - Si tuviera que morirme, me moriría en el mar. Desangrado, ahogada o como fuera, pero en el mar. Así me convertiría en espuma de mar, como en ese cuento, y podría recorrer el mundo entero y ver todas las costas, y escuchar todas las historias y todas las canciones que los marineros cantan y cuentan por las noches.
Henk se abstuvo de indicar que la respuesta de Flecha era muy parecida a la que había dado él al principio. Peor, de hecho: era un dónde, no un cómo. Pero Flecha podía hacer trampas. El silencio duró un momento, mientras se recreaban en la imagen.
  • En la cama, rodeada de mis nietos y mi familia, agarrada de la mano del hombre más maravilloso del mundo.
La respuesta llegó del otro lado de la roca.
  • ¿Es que no hay ya para nosotros otro destino que una muerte violenta? - Ilais apareció junto a ellos en pie, agarrada a su bastón y con su habitual gesto de malhumor. Quizá para ocultar su miedo, su preocupación.
  • Eso que has dicho no está mal. - evadió la pregunta Ator echándose el hacha al hombro, sonriendo mientras se acercaba a la brujilla. Si Ilais estaba ya en pie, es que pronto tocaría ponerse en camino. - Pero espero que alguno de nuestros nietos estuviera dispuesto a cortarme la cabeza, para cumplir el último deseo de su querido abuelo.
Ilais pasó de largo sin alterar el gesto siquiera. Los demás la siguieron, Ator el último. Y un poco más encorvado y mosqueado que los demás.

Habían pasado muchos años desde entonces. Flecha sonreía mientras recordaba la historia. Sabía que no iba a morir, pero si se daba el caso… bueno, sería en el mar. Y con un poco de suerte Ator y Henk cumplían también. Una pena lo de Ilais, sin embargo, aunque igual había cambiado de opinión respecto a cómo quería morir. Habría que preguntárselo luego.

La tormenta rugía, e incluso a Ator le costaba mantener el equilibrio sobre la cubierta, mientras un millar de monstruos (o eso parecía) los acechaban. Y el mayor de todos ellos, los miraba con el torso desnudo desde el puente. Los brazos cruzados, sin ceder ni un ápice, sin tambalearse ni un momento, bajo aquella tempestad de locura. Las luces de Despojos habían desaparecido por completo, engullidas por la repentina tormenta. Y el barco de velas rojas surcándola hacia el negro infinito.

Una voz resonó con meridiana claridad por todo el barco. No restalló como un trueno, no se impuso sobre aullante viento ni hizo enmudecer el fragor de la lluvia. Se escuchó, porque exigía ser escuchada. Se escuchó porque en aquella embarcación, esa voz gobernaba incluso sobre los elementos.
  • Enhorabuena. Por un momento dudé de vuestro valor, ¿o es que no les has hablado de mí, Ator?
El guerrero miraba fijamente a lo alto, con el hacha empuñada y el escudo en ristre. Todos ellos llevaban armaduras ligeras, cuero y madera, el equipo perfecto para una escaramuza, para cortar gargantas en la oscuridad y matar en la noche. Pero del todo inapropiada para una batalla. Era bueno comprobar, sin embargo, que ninguno de los espantosos pelágicos que les rodeaban poseía armas de proyectiles. Vivir bajo el agua no alentaba a su uso.
  • Por eso hemos venido, Anbisen. Parece que a ti también te han hablado de nosotros.
  • Por eso han venido ellos. - señaló a los diablos escamados con un escueto gesto de sus portentosos brazos.
  • ¡Baja aquí y libra tus propias batallas! - rugió Henk, alzando su espada. Un gesto muy desaconsejable en una tempestad, por cierto.
  • No han olvidado lo que hicisteis en su templo. No han olvidado que matasteis a su sacerdote, y a su anfitrión. Esta es también su batalla. - Anbisen se apoyó sobre la barandilla. - Me he asegurado de que me reservarán uno para mí. Ahora, luchad.

Uno de los hombres pez abrió la boca, y un grito rasposo, como un último estertor alargado demasiado tiempo, un grito profundo y desagradable y viscoso y muerto emergió de su estómago. Un grito de guerra, una maldición, una llamada a la matanza. Los pelágicos avanzaron. No gritaron como su compañero, no se lanzaron a correr (sus cortas piernas probablemente no lo habrían permitido). Eran una marcha silenciosa, una marea armada de hueso y sedienta de muerte. Arriba, Anbisen se enderezó.

viernes, 15 de septiembre de 2017

El Barco de Velas Rojas (Capítulo VI.3) - Fin del Capítulo VI

  • Conspiremos, Amaríz.
  • Estupendo. Veréis, amigos míos, el mayor problema al que nos enfrentamos en esta conspiración no es encontrar el coraje para acometer el acto en sí, o ni siquiera encontrar los medios necesarios para tal fin o la potencia necesaria para hacerlo de forma contundente y decisiva, si no encontrar la oportunidad, la ocasión y momento oportuno que nos permita acometer la hazaña que nos ocupa.
  • El bocazas quiere decir que lo complicado va a ser tener la oportunidad de acuchillar a Anbisen, no el acuchillarlo en sí. - explicó Otavio.
  • Debe ser que no lo ha visto de cerca… - murmuró Ator.
  • Mi viejo amigo tiene razón, eso es exactamente a lo que me refiero. Anbisen es astuto, y lo peor de todo es que está locamente enamorado del mar, no en balde ha dado la vuelta al mundo e incluso ha visitado los lejanos puertos de Oriente adonde tan sólo los más avezados marinos logran llegar tras atravesar mares repletos de peligros, tormentas y horrores. Rara vez baja a tierra, me atrevería a decir que ni siquiera lo necesita realmente, y si ha pisado la Ruinosa fue únicamente para dejar claro quién era ahora su dueño. Esta tendencia se ha intensificado todavía más desde que se hizo con esa magnífica embarcación, quizá por temer que si la abandona alguien fuera a quitársela. Un temor muy razonable, si me preguntan a mí.
  • Entonces entramos en ese barco. Ator ya lo hizo una vez. - expuso muy razonablemente Flecha.
  • Me pescaron como a un atún…
  • Abordar el barco de velas rojas puede ser una auténtica locura. Además del problema de llegar hasta allí y abordarlo (que hay casi cuatro metros hasta la borda) hay toda una tripulación pirata allí esperándonos. - dijo Ilais.
  • No, no la hay. Bueno, no la habrá.
Todos miraban a Ator, que daba vueltas a su bebida pensativo.
  • Cuando me marché de ese barco, Anbisen les había prohibido tocar tierra. Tenían botín, y Anbisen los tuvo encerrados como castigo por su cobardía. Cuando regresen, lo harán victoriosos, con más botín y echando humo, a punto de reventar. Incluso con el terror que Anbisen inspira… tiene que dejarlos salir, o le estallará en la cara. Así que, la noche siguiente a su llegada, estarán todos de juerga.
  • ¿Él también?
  • Eso ya no lo sé.
  • El caballero Sangre de enano aquí presente tiene un buen punto. Si Anbisen se queda en el barco, será vulnerable. Si sale, también, aunque si queréis mi oponión particular, se quedará en el barco. De una forma u otra, es una situación ideal para llevar a cabo nuestros planes.
  • Muy bien, esto es lo que vamos a hacer.
Ilais se había puesto en pie mientras miraba seriamente al centro de la mesa, como si allí pudiera ver un mapa invisible que mostrara con todo lujo de detalles el puerto de Despojos entero. Los Héroes de Largoinvierno sonrieron: a partir de aquí, podían considerar el trabajo hecho.


“No podemos actuar sobre supuestos, así que lo primero es averiguar si Anbisen está efectivamente a bordo o no.”

  • Mierda, este sitio no es la mitad de bueno que Las Puertas de Bronce.
  • ¡Qué dices! Tenemos aquí bebercio y mujeres hermosas, ¿cómo iba a ser esto peor?
Pero Kaar sabía que su compañero tenía razón. No es que las Puertas de Bronce fueran su local favorito, no es que fuesen un local para ir cada noche… pero cuando dabas un golpe como el de hoy, lo ibas a celebrar a las Puertas de Bronce. Era lo que había que hacer, lo correcto. Puede que la Ruinosa fuera el gobierno de Tur Ukar, pero las Puertas eran su templo. Y cuando el templo y el gobierno se llevaban mal, las cosas se iban a pique. Sin embargo, el Mástil Mojado no estaba nada mal. Los mejores cuerpos de Despojos se ponían aquí a su disposición, ni las Puertas de Bronce podían igualarla en eso. El sitio parecía una tienda de campaña gigante, las paredes cubiertos por largas cortinas de tela (se probó una temporada con el terciopelo, pero no duraban nada) que se unían todas ellas en el centro del techo, sujetas allí por un inmenso mástil que servía también como columna maestra que sostenía toda la estructura. La planta era circular, a grandes rasgos, con dos pisos: en el de arriba se encontraban las habitaciones, en el de abajo las mesas, divanes y un par de apartados tenuemente iluminados con lámparas de vidrio rojo.
  • Bien que nos lo hemos ganado… joder, la última pelea ha sido infernal, los guardamarina del rey son duros. Sí, pero… ¿has visto lo que hemos conseguido? Un cargamento entero de polvo de trueno… ¡y cañones! A los cabrones no les dio tiempo más a hundir dos de esas maravillas antes de que les echásemos la mano encima.
Kaar gruñó satisfecho. Anbisen era un buen jefe. El mejor que había tenido hasta la fecha, de hecho, y eso que había servido a Jamark Orralsen en las Tierras Solitarias.
  • Es una pena que el barco de velas rojas no tenga dónde ponerlos.
  • Podríamos pedirle a unos carpinteros que hicieran un apaño.
  • No. Anbisen no dejará que lo toquemos, y no me extraña. Podríamos estropear su magia. Invoca tormentas, tampoco es que le hagan falta cañones.
  • Tampoco estarían mal  algunos truenos de más en esas tormentas.
Tenía razón, claro. Quizá un día tuvieran que vérselas con un buque de guerra, y con tormenta o sin ella… Kaar había visto una vez un buque de guerra, cuando empezó con esto de la piratería. Recordaba muy bien los gritos del capitán (un hombre patético y débil que murió unos meses después durante un abordaje, acuchillado por su primer oficial) casi tomados por el pánico mientras ordenaba dar media vuelta de inmediato. Y por supuesto había oído historias.
  • ¿Y dónde está ahora Anbisen?
  • En el barco, como siempre, ¿dónde iba a estar si no? - gruñó el orco a su compañero mientras intentaba centrarse en la danza de la morena aquella.
  • ¿De qué hablas?
  • ¿No me has preguntado tú dónde estaba el capitán?
  • No, joder.
  • Huh. - pero Kaar no le dio mayor importancia, la morena se acercaba meneando las caderas y una sonrisa que prometía de todo, menos aburrimiento.

“Una vez hayamos confirmado que, efectivamente se encuentra en el barco de velas rojas, hay que llegar hasta él.”

Una noche del Jalven, eso es lo que esta noche era. Fría, húmeda y oscura como el corazón de un demonio. Una noche del Jalven, como solía decir su viejo padre, que en paz descanse. Gonze escuchó entonces silbar una melodía, y se le erizaron todos los pelos del espinazo. Oír silbar en una noche como esa no era bueno, no era bueno en absoluto. Dejó de tejer la red al momento y escudriñó la oscuridad mientras echaba mano del tridente. No, no era bueno en absoluto. Hay dos cosas que silban, los hombres y las flechas. Y las dos matan, como decía su viejo padre, que Yor lo guarde.
  • ¿Cuánto por su bote, buen hombre?
Una figura había aparecido, casi como salida de la nada, justo al borde de la luz de su fiel lámpara. La voz era jovial, pero Gonze, que era viejo y había vivido mucho (y entre piratas), reconoció el tono mordiente de una amenaza en el fondo de la pregunta.
  • ¿Cuánto por su bote, buen hombre?
Gonze entonces pensó en las historias que su viejo padre, que la pala de Yor cave hondo su tumba, le había contado, tantas veces mientras zurcían las redes a la luz de su vieja lámpara, de los espectros de la isla y sus caprichos. De la pregunta hecha tres veces, y la respuesta apropiada. Sus manos temblaban al sujetar el tridente.
  • ¿Cuánto pides?
  • No pido mucho, buen hombre, pido lo que esté dispuesto a ofrecerme. Así que, ¿cuánto por su bote, buen hombre?
Ah, la tercera pregunta, como en las historias. Gonze se secó las narices, que le goteaban de miedo, y para eso tuvo que soltar el tridente, que agarrado por una sóla mano temblaba aún más, como si quisiera escapar de esa mano. El viejo pescador no le culpaba: él quería hacer lo mismo. Por suerte, su viejo padre, que la Dama le guiara bien, le había contado las historias.
  • Mi vida. Mi vida por el bote, mamúa.
  • Bien, buen hombre, tu vida por el bote. Es mucho, pero es lo que pides. Buenas noches, buen hombre, descansa tranquilo.
La figura desapareció, como si nunca hubiera estado ahí. La puerta de la chabola se abrió.
  • ¿Gonze? ¿Con quién hablabas? - su mujer, arrugada como él, miraba preocupada las manos de su marido temblar sobre las redes, y el tridente en el suelo.
  • Con un mamúa, Ibel, que ha venido a verme. Me ha preguntado el precio de mi bote, tres veces, y yo he respondido bien. - soltó un suspiro. Empezó a calmarse.
Lo importante era no olvidar las historias, si uno no olvidaba las historias, estaba a salvo. Al final, torció el gesto y dejó la red donde estaba. Entró en la casa y se sentó junto al fuego, como hacía su viejo padre, que Yor lo guarde, y se dirigió a sus hijos.
  • ¿Os he contado alguna vez - les dijo - el cuento de Miren y el mamúa?
Sus hijos, algunos ya mayores, le miraron con los ojos brillantes, y empezó a contar.

Flecha, mientras tanto, echó el bote al agua mientras sus compañeros se montaban, allí en alguna de las pedregosas calas de Tur Ukar, y de Despojos no se veía más que el relucir de sus fuegos. Ya en el agua, Flecha esperaba que el viejo pescador se acordara también de que, en la historia, Miren encontraba un saco de monedas enterrado donde el mamúa se había aparecido por la noche.

“Si nos hiciéramos con el bote con antelación, alguien podría sospechar. Después de conseguirlo, nos acercaremos desde fuera de la bahía, amparados por la noche. Por lo que nos has contado, el barco lo atracan siempre al borde de la propia bahía, justo en la entrada (no tiene por qué temer a las tormentas) y es de esperar que estarán vigilando embarcaciones que se acerquen desde Despojos, no desde el mar.”

La figura del barco de velas rojas se recortaba contra la brillante y caótica Despojos como un monstruo acechante, una amenaza de la que las gentes del puerto nada sabían, capaz de golpear en cualquier momento, pero entretenida en una ensoñación. Un dragón durmiente. Henk y Ator remaban en silencio, ni una luz para iluminarles, pero Ilais los guiaba con precisión, apoyada en la borda, sus ojos parecían atravesar las tinieblas sin dificultad, uno de sus conjuros. Cuando estaban a un puñado de varas de distancia de la embarcación, los aventureros se echaron al agua.

“No podemos correr el riesgo de golpear el casco con la barca y que eso alerte a los guardias.”

Apenas les separaban cinco largas brazadas desde el bote hasta el barco de velas rojas, pero fueron unas brazadas angustiosas. Ator parecía tranquilo, había pocas cosas que le asustaran, y Flecha era demasiado inconsciente como para conocer el miedo. Henk constantemente miraba el agua negra y se imaginaba endemoniados hombres pez saliendo de las profundidades para atraparlo. Ilais, imaginaba la criatura que no era ni pulpo, ni hombre, ni pez, durmiendo allí abajo, en algún lugar, durmiendo y soñando con un mundo en el que ellos no tenían lugar. De todos ellos, era la que mejor entendía el miedo.

Llegaron a la cuerda del ancla, y comenzaron a trepar. El ancla estaba efectivamente atada por un cabo, y no por una cadena. La cuerda era vieja y rugosa, ancha como el torso de un hombre y trepar por ella era cosa sencilla. Flecha avanzaba en vanguardia, con un cuchillo entre los dientes (esto le hacía particular ilusión), boca abajo y sin esfuerzo, tan silenciosa como la brisa. Ator la seguía con el hacha atada a su espalda, y un ligero escudo de madera: normalmente hubiera preferido uno más pesado, pero había que nadar. Henk e Ilais iban los últimos, por ser los menos hábiles. Y porque Henk era tan incapaz de ser sigiloso como un buey de bailar, a pesar de ciertas historias que Flecha contara.

Cuando Flecha llegó a la cubierta, vio enseguida que había dos guardias allí apostados, con cara de malas pulgas y bebiendo de una botella mientras jugaban a los naipes. Con cuidado, Flecha preparó la honda y Ator empezó a acercarse. La piedra salió volando, y golpeó a uno de los hombres en la cabeza. Ni le dio tiempo a gritar antes de caer seco, mientras su compañero de naipes se ponía en pie y buscaba a tientas su arma, Ator cruzó en dos zancadas el espacio que los separaba y con un golpe al cuello lo dejó sin voz y sin vida. Henk e Ilais llegaron poco después, y todo estaba en calma.

Un relámpago restalló en lo alto, y le siguió el profundo derrumbe de un trueno. La lluvia rompió sobre sus cabezas barriendo la cubierta, el barco comenzó a balancearse, cada vez con mayor violencia. Un segundo relámpago partió los cielos, iluminando una escena de pesadilla. Manos escamosas y armas de hueso y coral asomaban por los bordes, seguidos de ojos bulbosos y pálidos, dientes aserrados y pies palmeados. Y sobre el puente, un gigante en la tormenta les miraba con los dientes desnudos.

El barco empezó a moverse, alejándose del puerto.

lunes, 11 de septiembre de 2017

El Barco de Velas Rojas (Capítulo VI.2)

A la mañana siguiente, Ilais se despertó con una profunda sensación de satisfacción. Extendió la mano para acariciar a Berne mientras aún roncaba, y se encontró con la inmensa figura de Henk. Retiró la mano rápidamente, pero no pudo evitar permanecer un rato mirando al semiorco. Por supuesto que por la noche no había pasado nada. Los Cuatro de Largoinvierno habían dormido todos juntos y en tan varias combinaciones en el mismo catre tan a menudo que para ellos no era ya nada raro. Ilais pensó que, al margen de que fuera un semiorco, Henk era guapo. De una manera un poco tosca, una belleza que hallaba su ser en la fortaleza. Como una montaña. Un pecho amplio y poderoso como el fuelle de una forja, unos brazos duros y fuertes, unas espaldas como un toro… no había músculo marcando cada parte de su anatomía, pero cuando se movía podían apreciarse, como gruesas serpientes marinas bajo la superficie del mar. Si no fuera por esos colmillos prominentes, la frente adelantada y la nariz algo porcina (claros rasgos de su herencia orca) podría resultar también atractivo de rostro. Ilais recordaba haber tonteado con la idea de cortejarlo, hace ya mucho tiempo en Largoinvierno, antes del Trono Helado y el comienzo de sus viajes. Pero siempre sonaba como una fantasía, un acto de atrevimiento y cierta morbosidad. De todas formas, nunca había visto que Henk se interesara por ninguna doncella. Y admiradoras no le habían faltado, después de que sus hazañas se dieran a conocer. O admiradores, dado el caso. Quizá fuera su dedicación al dios solar, lo que le mantenía lejos del amor. Pero Ilais, algo más perspicaz que sus compañeros, tenía otras ideas al respecto.

Se levantó de la cama y se vistió y se aseó. Alguien les había dejado un barreño con agua limpia en la habitación, junto con jabón y toallas. Era, de hecho, el propio Henk el que allí las había llevado antes de quedarse dormido. Ilais había caído cuando aún se encontraban subiendo las escaleras. Henk se despertó cuando terminaba de asearse.
  • Buenos días, voy a ver si puedo encontrar a Ator y Flecha.
  • Mira en los calabozos. - gruñó Henk dándose la vuelta en la cama para intentar rascar algunos momentos más de sueño.
Ilais salió fuera, y no le sorprendió en absoluto encontrarse con las Puertas de Bronce llenas a rebosar. Desorientada como estaba, no estaba muy segura de la hora que era, aunque no podía haber pasado aún la mañana. Aún así, las canciones, las trifulcas y la bebida seguían reinando invictas en el canallesco local. Vislumbró a Ator y a Flecha entre la multitud. Les rodeaba un círculo de gentes que gritaban y pasaban monedas de mano en mano, mientras observaban a Ator echar un pulso con un fornido marinero con pinta de ukareño. La cara del nativo, un grueso hombre calvo inclinado sobre la mesa, estaba cubierta de cortes y marcas extrañas. Su brazo, que era como el muslo de Ilais, se hinchaba y en él palpitaban las venas a punto de estallar debido al esfuerzo que acometía. Ator sudaba y maldecía, mientras aferraba el borde de la mesa con manos crispadas y los ojos parecían a punto de salirse de las órbitas. Aunque más pequeño en estatura, el brazo de Ator no tenía nada que envidiar al del nativo. Grueso como un cabo, e igual de nudoso, Ilais no pudo evitar comparar el físico de su fogoso compañero con el de Henk. Ator era más pequeño, y como varias veces se había demostrado, su fuerza era menor que la del portentoso semiorco. Sin embargo, todo su cuerpo era un nudo de músculos bien marcados, ancho y poderoso, y estaba bien segura de quién llevaba las de ganar con un hacha en las manos. Ator combatía con una potencia asombrosa, incansable, e incluso cuando entrenaban Henk podía hacer poco más que defenderse contra las incesantes acometidas de su compañero.

Flecha le animaba desde atrás mientras tonteaba con una de las camareras (sin duda para hacerse con alguna bebidas gratis). La muchacha se sonrojaba, reía, pero se le veía confusa, y de vez en cuando la mirada se le iba a los pantalones de Flecha o a su pecho con desconcierto. Ilais no pudo evitar marcar una sonrisa. En su momento había pensado también en cortejar a Flecha, aunque sólo fuera para obtener respuesta a esa pregunta.

Finalmente, el brazo de Ator no pudo resistir más, y golpeó con fuerza la mesa al ser vencido por el del inmenso nativo. La mesa estalló en carcajadas y vítores y las monedas cambiaron de manos. El nativo se puso en pie, ambos brazos en alto en pose victoriosa. Ator parece enfadado mientras se frota el brazo. Sonríe, como intentando quitarle hierro al asunto, pero nunca había sido capaz de controlar sus cejas, que se fruncían con gesto de malhumor. Ilais advirtió que Flecha recibía algunas monedas de forma discreta, y con su perenne sonrisa.
  • ¿Así que has perdido?
Ator se dio la vuelta sorprendido por la voz de Ilais. Apartó la vista rápidamente para dirigirla a su brazo dolorido y continuó frotando.
  • Sí. El tipo ese tiene una fuerza endiablada.
  • Va, con un hacha lo hubieras hecho pedazos.
Ator dibujó una sonrisa, esta vez de verdad.
  • Tampoco importa mucho, era el tercero.

Los tres se sentaron en la mesa, los camareros les trajeron pan y mantequilla con algo de sal, junto con cerveza. Un buen desayuno. Henk bajó un rato después, aún despejándose, y se echó a reír tan pronto como vio a Ator. Lo levantó de la silla y volvió a abrazarlo mientras le destrozaba la espalda a palmadas de puro cariño.
  • ¿Dónde está Amaríz? Habrá que ponerse con lo de matar a Anbisen.
  • Detrás de ti. - señaló Flecha con su cuchillo.
Amariz palmeó entonces con alegría la casi calva cabeza de Henk y se sentó junto a ellos con una jarra llena ya en la mano. A su lado iba Otavio, con aspecto de haber dormido poco y sonreído aún menos. También se sentó con ellos.
  • ¿Conspiramos, pues?

viernes, 8 de septiembre de 2017

El Barco de Velas Rojas (Capítulo VI.1)

Capítulo VI

  • Yo no he dicho nada. - volvió a gruñir Otavio.
  • Ni falta que hacía, amigo mío, ¡es más que evidente! Qué otro asunto puede traer a cuatro héroes como vosotros a este apartado y detestable rincón del mundo, si no para acabar con el tirano que aterroriza a las costas giruzkarinas… y a toda Tur Ukar, dicho sea de paso.
  • Y ahora que toda Despojos sabe que estamos aquí…
  • Oh, sí, Anbisen no tardará en llegar a las mismas conclusiones (no es estúpido), y enviará a sus hombres a daros muerte. O, si Leitaón os sonríe, podría venir él mismo.
Ator, quien era el único de los presentes que había visto a Anbisen en persona, miró preocupado alrededor.
  • Pero no temáis, aquí estáis a salvo. Nadie de la tripulación de ese barco maldito puede entrar en este establecimiento. Las Puertas de Bronce se lo impiden, pues esa es mi voluntad. Por supuesto, eso ha convertido este lugar en mi propia prisión particular, pues Anbisen y los suyos me quieren muerto y bien muerto… pero he pasado más tiempo en lugares peores, ¿verdad, Otavio? - dijo palmeando amistosamente al viejo pescador, que simplemente soltó un gruñido por toda respuesta.
  • ¿Y si entraran por una ventana? - dijo muy inteligentemente Flecha.
  • Es magia, querido amigo, esas eventualidades están igualmente consideradas en el conjuro.
  • Un conjuro que no es vuestro.
  • Ciertamente. Esas puertas son tan antiguas como la propia Despojos, así como esta torre que he convertido en el paraíso que ahora veis. Pero digamos que entiendo lo suficiente del mismo para comprender cómo funciona y utilizarlo para mi beneficio.
Amaríz apuró su copa y se levantó.
  • Estáis cansados. En particular la dama hechicera se encuentra en un estado lamentable, aunque la milagrosa visión de su compañero caído la haya animado, recomiendo un descanso temprano. Hay una habitación para vosotros en el segundo piso, este muchacho - le soltó una moneda - sabe cuál es. Hasta mañana, procurad dormir a pesar de la alegría que os rodea.
Dicho esto volvió a despedirse a la manera de las Tierras Amables y se marchó a confraternizar con otros miembros del local. Los aventureros miraron a Otavio, que se miraba las uñas acomodado en su silla, los labios fruncidos en una fina línea.
  • Yo me voy a acostar ya… - dijo Ilais mientras se esforzaba por ponerse en pie.
  • Te acompaño. - Henk le ayudó a levantarse y comenzó a ayudarle a avanzar. Al final, decidió cogerla en brazos, viendo que el avance iba a ser mucho más rápido.
Flecha, Ator y Otavio se quedaron en la mesa, en silencio. Otavio hizo el gesto de levantarse, y Flecha lo detuvo.
  • Aquí estoy oliendo una historia de lo más interesante. Y tengo un olfato excepcionalmente bueno para las historias.
  • Tienes razón, hay una historia. Y tienes razón, es de lo más interesante. Ahora, mete tu nariz en el primer agujero que veas y no la saques de ahí. - Otavio se fue.

Ator lo miró un poco sorprendido.
  • No lo recordaba tan… intenso.
  • Pasaron algunas cosas horribles después de que desaparecieras.
  • ¿Cómo qué?
Flecha se lo contó, con un extra de emoción y vísceras. No un extra muy grande, a decir verdad. La historia ya venía bien cargada.
  • Vaya… ¿pelágicos, dices?
  • Ilais les puso el nombre.
  • Y uno de ellos se comió a su hijo.
  • Y el otro no quiere volver a ver el mar ni en pintura.
  • Pues va a tener que mudarse a Tolus, porque Giruzkar sin mar…
  • Ya. Hijo de un pescador, encima.
  • Bueno, por lo que he visto Otavio parece algo más que pescador.
  • Yo creo que fue un pirata en sus tiempos mozos y ahora se avergüenza de ese pasado. - afirmó Flecha con los ojos brillantes.
  • Eso sería muy fácil. Seguro que tiene más miga.
  • ¿Sabes esa cosa que dicen de que a cuanto más simple la explicación, más correcta?
  • ¿Que la explicación más sencilla es a menudo la correcta? - le dijo Ator indagando en su tercera jarra.
Flecha se encogió de hombros.
  • La vida no suele ser tan complicada o enrevesada como a la gente le gusta. Otavio es un viejo pescador de nombre extranjero que conoce Despojos y a un canalla que regenta el local más famoso del lugar. Todos hacemos locuras en nuestra juventud de las que nos avergonzamos en nuestra vejez.
  • Tú haces locuras, pero de vergüenza nada.
  • Eso es porque no tengo intención de alcanzar la vejez.
Ambos brindaron al augurio de las palabras de Flecha, y vaciaron las jarras.