viernes, 1 de septiembre de 2017

El Barco de Velas Rojas (Capítulo V.1 y 2)

Capítulo V

Sentados alrededor de la mesa de una taberna (o algo semejante) que llevaba por nombre Las Puertas de Bronce, en una esquina del mundo con el apropiado nombre de Despojos, en una isla salvaje y peligrosa llamada Tur Ukar, un grupo de amigos se reencontraba, lo que es siempre un motivo de gruesa celebración.

La pregunta de rigor fue realizada tras las apropiadas muestras de alegría y la orden de una ronda de aguardiantes. Otavio se disculpó, insistiendo en la necesidad de reunirse con su contacto, y dejó a los héroes y sus historias.
  • Recuerdo estar ahogándome. De hecho, estoy bastante seguro de que recuerdo ahogarme. Me hundí, y no tenía aire en los pulmones. Recuerdo tratar de tomar aire, y no tragar más que agua… y luego la negrura. No sé cómo, me desperté en la cubierta de un barco. Al parecer me habían atrapado en unas redes, la capa de Baldir se había enganchado a un pedazo del naufragio y me había mantenido a flote hasta entonces. Por cierto. - vació el aguardiente de un rápido golpe de muñeca. - que el barco tenía velas rojas.
Nadie dijo nada, vino otra ronda de aguardientes.
  • Era el maldito barco de velas rojas, lo juro por el martillo. Yo mismo no me lo podía creer. Antes de que me diese cuenta estaba delante de las botas del mismo Ormzar Anbisen. No había visto un orco tan grande en mi vida, era incluso mayor que Henk, os lo aseguro. Me pusieron un trapo en la mano y me pusieron a fregar la cubierta con los grumetes. - Ator hizo una pausa para enseñarles las magulladas rodillas. - Y estoy seguro de que me hubieran tenido fregando hasta el invierno, si no me hubiera metido en una pelea.


La patada en el estómago dolió como mil demonios. Ator alzó la mirada de su trapo con una mano en las tripas para mirar a la desgraciada que se reía a su lado rodeado por otros tres piratas, cada cual más feo que el anterior. La mujer, de figura envarada y nervuda, con una larga cicatriz bajo su ojo izquierdo y un jubón de cuero mal remendado un millar de veces, le miraba desde lo alto con los pulgares en el cinto, donde colgaba un filo curvo traído de las islas.
  • Es lo suyo que pongan a los perros a fregar, que estando ya a cuatro patas les cuesta menos, ¡Ládranos un poco, chucho! ¡Ladra, que te oigamos!
La pierna volvió a levantarse, preparando la trayectoria de una nueva patada, y volvió a descender con la puntera por delante. Ator la recibió en pleno estómago, pero esta vez iba preparado. El golpe dolió, por supuesto, pero el norteño cerró sus brazos alrededor de la pierna antes de que la otra pudiera retirarla, y con un rápido giro la hizo caer. Antes de que los otros pudieran reaccionar, agarró a la pirata por los pelos y estampó sus morros contra la cubierta. Volaron dientes. Los otros ya echaban mano de sus filos y mazas mientras Ator acudía a por el cuchillo curvo en el cinto de la pirata, el olor a sangre y tripas se anticipaba en el ambiente, la gente de alrededor se giraba para prestar atención a la pelea… y entonces sonó un bramido, imposible de resistir.
  • ¡Quietos!
Se escucharon los pesados pasos de uno de esos grandes hombres que hacen temblar el aire con su presencia. A Ator no le hizo falta darse la vuelta para saber que allí estaría Ormzar Anbisen, el usurpador del barco de velas rojas. Anbisen caminaba tieso como una columna, y con la misma consistencia. Las piernas resultaban cortas y arqueadas en proporción al monstruoso tamaño del orco. Su larga y desgreñada melena caía lacia sobre sus hombros, enmarcando un rostro de ojos grandes, oscuros y profundos, una mandíbula como un yunque y unas mejillas hundidas. La complexión de su piel era oscura, cubierta de manchas de salitre, y similar al cuero curtido. Anbisen no llevaba más ropa que unos pantalones anchos, y todo su cuerpo estaba cubierto de anchas y profundas cicatrices y negros y siniestros tatuajes. Muchas de esas cicatrices parecían estar hechas a fuego, y había en ellas una salvaje cualidad artística que resultaba sobrecogedora para las mentes civilizadas. Por suerte, la mente de Ator nunca había sido particularmente civilizada.

El enorme orco estaba ahora en el puente, junto al timón, apoyado en la barandilla y mirando la escena con sus grandes ojos cargados de curiosidad. Ator no pudo evitar pensar gravemente, que no había nada de la supuesta estupidez y salvajismo orco en esa mirada.
  • Me preguntaba cuánto tardarías. - la voz de Anbisen sonó calmada, potente, se escuchó con claridad de una parte a otra del barco. Se notaba en su habla cierto acento de las islas, pero nada más. Era incluso agradable al oído. - La mayoría de los nuevos reclutas empiezan fregando suelos. Mis piratas - había orgullo en esta afirmación - los torturan y los presionan para ponerlos a prueba.
Anbisen señaló a un hombretón con un parche y un gesto de suficiencia, completamente calvo.
  • Uturri tardó tres intentos. Aquel - señalaba a un hombre de ojos separados y nariz rota, largo como una anguila y con una nuez sobresaliente - es Aspi. Tardó cinco. Los orcos como Kaar - dijo indicando un orco con una cicatriz en la garganta y la espalda cubierta de marcas de latigazos - suelen tardar menos, él en particular sólo dos. Tú, amigo mío, no has aguantado ni una. Bravo.
  • ¿Quiere decir esto que ahora me daréis una espada y me podré dedicar a piratear con el resto en vuestra alegre compañía?
  • Claro que no. Eso significa que aquellos tres camaradas, fieles compañeros de Damaroja a la que acabas de desdentar, están en su pleno derecho de intentar matarte.
Los otros tres parecieron tomarse las palabras del capitán como un permiso explícito para atacar a Ator. Él se lanzó hacia atrás intentando tomar distancia, por fortuna el cuchillo ya en su mano, pero un grupo de marineros le empujaron de vuelta contra sus enemigos. Ator no perdió el equilibrio (tenía un muy buen equilibrio) y sacó la pierna derecha por delante que se hundió en el estómago de uno de los seguidores de Damaroja, que escupió aliento y vómito, tan violenta fue la sacudida. El segundo estaba ya sobre él, y lo alejó dando una cuchillada al aire, mientras que el tercero le golpeó con su maza. Ator logró guardar la cabeza tras el hombro, que se llevó la peor parte. Aprovechando que uno de ellos se recuperaba aún de la patada al estómago, cargó por el lado derecho desde donde sostenía el cuchillo contra uno de sus oponentes. Este, que se esperaba de su víctima una actitud más defensiva, no lo vio venir a tiempo, y se llevó una cuchillada en las tripas, quedando así fuera de combate. El otro saltó detrás de Ator intentando tomarle por la espalda, pero Ator se tiró al suelo y rodó alejándose del peligro. Normalmente esta hubiera sido una mala idea, pero sin perder el tiempo se arrojó con todas sus fuerzas contra las piernas del de la maza, que trastabilló y se fue al suelo de morros junto a su querida Damaroja. Ator pensó en acuchillarlo, pero decidió finalmente tomar su maza y dejarlo seco de un golpe. Se giró hacia el último, que se limpiaba ya la boca con el paso aún inseguro.
  • Es suficiente.
Anbisen había bajado y, apartando a sus hombres, se había hecho un hueco en el círculo.
  • Estoy un poco molesto. Esto se supone que tenía que ser una lección. Aprecio la fuerza, de cuerpo y carácter, y por eso hago que mis nuevos reclutas sean maltratados. Lo hago con la intención de que se rebelen. Pero, tan importante como la fuerza es la astucia. Los que se rebelan contra el primero que los ofende a menudo se encuentran luego apalizados por sus compañeros. Es lo que pasó con Kaar, por ejemplo, y con la mayoría de los orcos. Los más listos, como Aspi, esperan a que decida probar suerte con ellos un paria, o alguien a solas. Buscan minimizar las represalias, sabiendo que pueden tener aquí la oportunidad de ganarse el respeto de la tripulación con una demostración de fuerza. Claro que si tardan demasiado… - Ormzar Anbisen, el gran capitán del barco de velas rojas, se encogió de hombros. - Pero tú has decidido morder a Damaroja, secundada por sus tres secuaces… y les has dado una paliza. No está mal.
Ormzar Anbisen entró en el círculo, y por un momento el sol pareció desaparecer del firmamento.
  • Ahora tienes una oportunidad. Puedes luchar contra mi. Un combate singular. Si me ganas, todo el barco será tuyo, serás el nuevo capitán. Habrás derrotado a Ormzar Anbisen, no hay nadie que pueda decir lo mismo. Ahora tienes una oportunidad. Estoy desarmado. Estoy solo.


  • ¿Y qué pasó?
  • Tiré las armas allí mismo y me rendí.
Habían decidido cambiar finalmente al vino tras su tercer trago de aguardiente, y estaban todos ya algo achispados. La tarde se alargaba en Despojos mientras el sol teñía de rojo los vaporosos bostezos del cielo.
  • ¿En serio? ¿Tú? ¿Rendirte? - le decía Ilais incrédula.
  • Vosotros no lo visteis. Aquella cosa era un monstruo. Preferiría mil veces volver a enfrentarme a aquel hombre pez del barco de Otavio… que por cierto luego tenéis que contarme cómo terminó esa aventura… el caso es que me rendí. Dejé de fregar suelos, me dieron un sable y ascendí a vanguardia.


El barco de velas rojas navegaba a través de una tempestad monstruosa. Olas gigantescas se alzaban en todas direcciones  y lo relámpagos caían por todas partes. Pero a pesar de toda la violencia desatada a su alrededor, la embarcación apenas se veía zarandeada en absoluto. Ni una sola ola barría la cubierta, ni un marinero perdía pie. Excepto la lluvia que azotaba la cubierta, se diría que en aquel barco no había tempestad ninguna. Ator observaba este fenómeno maravillado. Incluso él, que nada sabía del oficio de marinero, podía darse cuenta de la velocidad impresionante a la que el barco de velas rojas surcaba las aguas, empujado gentilmente por esa tempestad invocadora de naufragios. Era algo propio de hechicería del más alto orden, algo divino, incluso.
  • ¡Velas! - gritó el vigía - ¡Velas a estribor!
El barco comenzó al momento su giro como si una voluntad autónoma le impulsara, y hubiera sido aguijoneada por los gritos del vigía, gritos de pillaje y saqueo. Los piratas todos comenzaron a situarse en sus posiciones de cubierta, ya armados y preparados. Ator fruncía el ceño y apretaba los dientes para poder soportar los gritos de sus indeseables camaradas. La presa aparecía a rachas entre el oleaje. Se trataba de un barco de respetables dimensiones, un galeón o galeaza o cualquiera de esos (ya hemos dicho que del oficio de marinero Ator conocía poco), pero que a merced de la tormenta más parecía una cáscara de nuez vapuleada por los elementos sobre un charco sobredimensionado. Los piratas berreaban y escupían maldiciones mientras la figura de su presa se agrandaba con cada ola que superaban. Pareciera que la propia tempestad arrastraba a la presa hacia sus entrañas, hacia el barco de velas rojas.

Por fin lo tuvieron a la vista, tan cerca que se podían ver los rostros aterrorizados de sus tripulantes, todos ellos armados y dedicados en cuerpo y alma a tratar de mantener a flote a su maltrecha embarcación. Tenía las velas rasgadas, cabos sueltos por todas partes, y la cubierta inundada. Las olas barrían la superficie del barco constantemente, de vez en cuando arrastrando consigo a un marinero que nunca volvería a ver un puerto. El sonido de los piratas en el barco de velas rojas alcanzó un crescendo, las armas golpeaban las armas y la cubierta y cualquier superficie al alance. La bandera de la mano dentada ondeaba orgullosa entre la lluvia y la tempestad. De pronto, los dos barcos quedaron borda con borda, y la tempestad pareció amainar. La presa tenía una batería de seis cañones en cada banda, pero ahora inútiles tras una larga lucha contra la tempestad. Aunque hubieran sido útiles, todas las manos estaban en cubierta, no había nadie en sus puestos pues el ataque había sido del todo inesperado, el barco pirata invisible en la rugiente tempestad. La tormenta amainó alrededor de las dos embarcaciones.

Los ganchos volaron y la vanguardia se lanzó con los cuchillos en la boca, las espadas y hachuelas en las manos, sobre su desprevenida presa, como un enjambre de voraces marrazos, y la sangre comenzó a fluir de inmediato. Ator gritaba y agitaba sus armas como el que más, pero se mantenía apartado y sus filos no tocaban la carne. Confiaba en que en medio del caos, pasaría desapercibido. Los piratas comenzaron con una ventaja indiscutible, arrasando con los dispersos y agotados marineros sin dificultad en un monstruoso baño de sangre. Entonces, las bodegas se abrieron, las puertas cedieron, y una horda de guardamarinas irrumpieron en la escena. El numeroso contingente sorprendió a los piratas, que frenaron su avance en seco. Las primeras filas cayeron fácilmente ante el sólido acero nevariano de los hombres que lo empuñaban, gentes que habían jurado dar muerte a todos los piratas en defensa de las costas de la Corona Nevaria. Su furor contra su enemigo jurado era tan grande como terrorífico. Viendo aquí una oportunidad excecional, Ator gritó “¡Retirada!” con toda la fuerza de sus pulmones. El grito sólo sirvió para confundir a la escoria pirata, pero no tardó en calar, y pronto exclamaciones y gritos de retirada se repetían por todas partes. Los piratas retrocedieron como ratas en un barco moribundo hacia los ganchos, la mayoría muriendo por graves heridas que la rabiosa guardiamarina les provocaba al verlos huir, sin duda rabiosos por no poder seguir bañando sus hierros en sangre pirata. El propio Ator tuvo que defenderse de sus enérgicas acometidas, y esto es cosa harto difícil cuando no tienes intención de devolver el golpe.

En poco tiempo, la cubierta estaba inundada no ya de agua salada, si no de sangre pirata, mientras la guardiamarina escupía maldiciones y desafiaba a los piratas a volver a enfrentarse a sus hierros. Asunto que, evidentemente, los piratas no tenían la más mínima intención de cumplir. Jadeantes y heridos, los piratas se recuperaban en la seguridad de su barco de velas rojas, incapaces de mirarse a la cara los unos a los otros.
  • Quién llamó a retirada.
La voz de Ormzar Anbisen vibró como un trueno sobre la cabeza de sus piratas. Había aparecido de la nada, entre ellos, como un gigante castigador, su rostro ensombrecido e inescrutable. Un relámpago lo iluminó brevemente, para mostrar un retrato impasible, duro como un monumento a la fuerza.
  • Quién llamó a retirada.
Su cabeza alta e invicta se paseaba dominante entre las testas inclinadas por la vergüenza y el terror de sus marineros. Cada paso hacía que el miedo sacudiera la embarcación. Cuando se detuvo, fue aún peor.
  • Muy bien.
Con un movimiento de su mano, le arrancó una oreja a uno de los piratas. Simplemente la cogió, tiró de ella, y la oreja entera se desgarró, junto con un generoso pedazo de cuero cabelludo. El hombre que había perdido la oreja cayó de rodillas al suelo aferrándose el lado izquierdo de la cara, mientras la sangre manaba espesa y abundante hacia el suelo. Los gritos, estridentes y agudos, podían escucharse con total claridad. El rostro del gigante continuaba ensombrecido. Con un gesto de desprecio arrojó la oreja al suelo.
  • Quién llamó a retirada.
Nadie respondía. Algunos empezaron a sollozar, incapaces de alzar la cabeza o la voz. Niños, frente a un maestro cruel. Cuando el gigante volvió a detenerse, le siguió el grito, y aunque todos lo estaban esperando, los piratas se encogieron angustiados. Damaroja se aferraba la cara mientras la sangre manaba por el hueco donde antes había habido un ojo.
  • Estas son las cicatrices que tendrías que haber ganado. Los honores de la batalla que os concedo gentilmente por vuestro valor.
La voz era gélida como un témpano. Ni un rastro de humor en ella. O de ira.
  • Podrías haberlas lucido orgullosos. - dijo continuando su paseo, un león entre ovejas. - Pero ahora tendréis que sufrir su vergüenza, y cada vez que sintáis regresar ese dolor sordo, cada vez que sintáis su falta, no vendrá a vuestra memoria la sangre derramada, ni el sonido de acero contra acero o la emoción de la carnicería. Dime, Urruti, ¿qué será lo que venga a vuestra memoria?
Urruti balbuceó algo, sus labios formando burbujas bajo la lluvia, sus ojos bajos y rehuyendo la corona del gigante.
  • No te escucho, Uturri. - dijo la muerte inmensa, y seguidamente le cogió la mandíbula con delicadeza. Se escuchó un crujido, y un grito ahogado, y el grueso Urruti cayó de rodillas, los ojos fuera de las órbitas, sujetándose la boca mientras por entre sus dedos goteaba la sangre. - Atendiendo a vuestro silencio, yo os lo diré. Miedo.
Ormzar Anbisen se detuvo ante Ator. Su mano comenzó a alzarse. Ator levantó la mirada. Miró a los ojos de la muerte, del titán hambriento, de las manos ensangrentadas y los ojos negros. Miró a los ojos del carnicero. La mano se detuvo.
  • Miedo. - dijo una vez más, cerniéndose sobre el norteño. - Y vergüenza.
Todos seguían allí bajo la lluvia minutos después de que el monstruo se hubiera ido. Paralizados por el miedo.


  • Se paseó entre un grupo de guerreros, piratas, pero guerreros, desnudo y desarmado. No había furia, ni maldad, en su voz. No había nada. Pero no era porque no estuviera. Todos podíamos sentir su ira, sólo que era demasiado grande como para verla. Cualquiera de esos hombres podría haber alzado su espada y haberlo matado, podría haber intentado luchar para conservar lo que fuera que le iba a ser arrebatado. Pero no lo hicieron. Ni siquiera éramos capaces de movernos. Cuando miré… cuando le miré, tenía pensado matarlo. Sabía que tenía que luchar. Pero cuando le miré, no pude moverme. Ni siquiera eran sus ojos. No se veían en la oscuridad. Simplemente, no pude moverme. Aún me parece un milagro que pudiera levantar siquiera la mirada.
Nadie dijo nada. Todos miraban sus jarras, nadie bebía. Ator aún escuchaba los gritos. Aún veía su sombra paseándose entre las ovejas.


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