lunes, 31 de julio de 2017

El Barco de Velas Rojas (Capítulo V.1)

Capítulo V

Sentados alrededor de la mesa de una taberna (o algo semejante) que llevaba por nombre Las Puertas de Bronce, en una esquina del mundo con el apropiado nombre de Despojos, en una isla salvaje y peligrosa llamada Tur Ukar, un grupo de amigos se reencontraba, lo que es siempre un motivo de gruesa celebración.

La pregunta de rigor fue realizada tras las apropiadas muestras de alegría y la orden de una ronda de aguardiantes. Otavio se disculpó, insistiendo en la necesidad de reunirse con su contacto, y dejó a los héroes y sus historias.
  • Recuerdo estar ahogándome. De hecho, estoy bastante seguro de que recuerdo ahogarme. Me hundí, y no tenía aire en los pulmones. Recuerdo tratar de tomar aire, y no tragar más que agua… y luego la negrura. No sé cómo, me desperté en la cubierta de un barco. Al parecer me habían atrapado en unas redes, la capa de Baldir se había enganchado a un pedazo del naufragio y me había mantenido a flote hasta entonces. Por cierto. - vació el aguardiente de un rápido golpe de muñeca. - que el barco tenía velas rojas.
Nadie dijo nada, vino otra ronda de aguardientes.
  • Era el maldito barco de velas rojas, lo juro por el martillo. Yo mismo no me lo podía creer. Antes de que me diese cuenta estaba delante de las botas del mismo Ormzar Anbisen. No había visto un orco tan grande en mi vida, era incluso mayor que Henk, os lo aseguro. Me pusieron un trapo en la mano y me pusieron a fregar la cubierta con los grumetes. - Ator hizo una pausa para enseñarles las magulladas rodillas. - Y estoy seguro de que me hubieran tenido fregando hasta el invierno, si no me hubiera metido en una pelea.


La patada en el estómago dolió como mil demonios. Ator alzó la mirada de su trapo con una mano en las tripas para mirar a la desgraciada que se reía a su lado rodeado por otros tres piratas, cada cual más feo que el anterior. La mujer, de figura envarada y nervuda, con una larga cicatriz bajo su ojo izquierdo y un jubón de cuero mal remendado un millar de veces, le miraba desde lo alto con los pulgares en el cinto, donde colgaba un filo curvo traído de las islas.
  • Es lo suyo que pongan a los perros a fregar, que estando ya a cuatro patas les cuesta menos, ¡Ládranos un poco, chucho! ¡Ladra, que te oigamos!
La pierna volvió a levantarse, preparando la trayectoria de una nueva patada, y volvió a descender con la puntera por delante. Ator la recibió en pleno estómago, pero esta vez iba preparado. El golpe dolió, por supuesto, pero el norteño cerró sus brazos alrededor de la pierna antes de que la otra pudiera retirarla, y con un rápido giro la hizo caer. Antes de que los otros pudieran reaccionar, agarró a la pirata por los pelos y estampó sus morros contra la cubierta. Volaron dientes. Los otros ya echaban mano de sus filos y mazas mientras Ator acudía a por el cuchillo curvo en el cinto de la pirata, el olor a sangre y tripas se anticipaba en el ambiente, la gente de alrededor se giraba para prestar atención a la pelea… y entonces sonó un bramido, imposible de resistir.
  • ¡Quietos!
Se escucharon los pesados pasos de uno de esos grandes hombres que hacen temblar el aire con su presencia. A Ator no le hizo falta darse la vuelta para saber que allí estaría Ormzar Anbisen, el usurpador del barco de velas rojas. Anbisen caminaba tieso como una columna, y con la misma consistencia. Las piernas resultaban cortas y arqueadas en proporción al monstruoso tamaño del orco. Su larga y desgreñada melena caía lacia sobre sus hombros, enmarcando un rostro de ojos grandes, oscuros y profundos, una mandíbula como un yunque y unas mejillas hundidas. La complexión de su piel era oscura, cubierta de manchas de salitre, y similar al cuero curtido. Anbisen no llevaba más ropa que unos pantalones anchos, y todo su cuerpo estaba cubierto de anchas y profundas cicatrices y negros y siniestros tatuajes. Muchas de esas cicatrices parecían estar hechas a fuego, y había en ellas una salvaje cualidad artística que resultaba sobrecogedora para las mentes civilizadas. Por suerte, la mente de Ator nunca había sido particularmente civilizada.

El enorme orco estaba ahora en el puente, junto al timón, apoyado en la barandilla y mirando la escena con sus grandes ojos cargados de curiosidad. Ator no pudo evitar pensar gravemente, que no había nada de la supuesta estupidez y salvajismo orco en esa mirada.
  • Me preguntaba cuánto tardarías. - la voz de Anbisen sonó calmada, potente, se escuchó con claridad de una parte a otra del barco. Se notaba en su habla cierto acento de las islas, pero nada más. Era incluso agradable al oído. - La mayoría de los nuevos reclutas empiezan fregando suelos. Mis piratas - había orgullo en esta afirmación - los torturan y los presionan para ponerlos a prueba.
Anbisen señaló a un hombretón con un parche y un gesto de suficiencia, completamente calvo.
  • Uturri tardó tres intentos. Aquel - señalaba a un hombre de ojos separados y nariz rota, largo como una anguila y con una nuez sobresaliente - es Aspi. Tardó cinco. Los orcos como Kaar - dijo indicando un orco con una cicatriz en la garganta y la espalda cubierta de marcas de latigazos - suelen tardar menos, él en particular sólo dos. Tú, amigo mío, no has aguantado ni una. Bravo.
  • ¿Quiere decir esto que ahora me daréis una espada y me podré dedicar a piratear con el resto en vuestra alegre compañía?
  • Claro que no. Eso significa que aquellos tres camaradas, fieles compañeros de Damaroja a la que acabas de desdentar, están en su pleno derecho de intentar matarte.
Los otros tres parecieron tomarse las palabras del capitán como un permiso explícito para atacar a Ator. Él se lanzó hacia atrás intentando tomar distancia, por fortuna el cuchillo ya en su mano, pero un grupo de marineros le empujaron de vuelta contra sus enemigos. Ator no perdió el equilibrio (tenía un muy buen equilibrio) y sacó la pierna derecha por delante que se hundió en el estómago de uno de los seguidores de Damaroja, que escupió aliento y vómito, tan violenta fue la sacudida. El segundo estaba ya sobre él, y lo alejó dando una cuchillada al aire, mientras que el tercero le golpeó con su maza. Ator logró guardar la cabeza tras el hombro, que se llevó la peor parte. Aprovechando que uno de ellos se recuperaba aún de la patada al estómago, cargó por el lado derecho desde donde sostenía el cuchillo contra uno de sus oponentes. Este, que se esperaba de su víctima una actitud más defensiva, no lo vio venir a tiempo, y se llevó una cuchillada en las tripas, quedando así fuera de combate. El otro saltó detrás de Ator intentando tomarle por la espalda, pero Ator se tiró al suelo y rodó alejándose del peligro. Normalmente esta hubiera sido una mala idea, pero sin perder el tiempo se arrojó con todas sus fuerzas contra las piernas del de la maza, que trastabilló y se fue al suelo de morros junto a su querida Damaroja. Ator pensó en acuchillarlo, pero decidió finalmente tomar su maza y dejarlo seco de un golpe. Se giró hacia el último, que se limpiaba ya la boca con el paso aún inseguro.
  • Es suficiente.
Anbisen había bajado y, apartando a sus hombres, se había hecho un hueco en el círculo.
  • Estoy un poco molesto. Esto se supone que tenía que ser una lección. Aprecio la fuerza, de cuerpo y carácter, y por eso hago que mis nuevos reclutas sean maltratados. Lo hago con la intención de que se rebelen. Pero, tan importante como la fuerza es la astucia. Los que se rebelan contra el primero que los ofende a menudo se encuentran luego apalizados por sus compañeros. Es lo que pasó con Kaar, por ejemplo, y con la mayoría de los orcos. Los más listos, como Aspi, esperan a que decida probar suerte con ellos un paria, o alguien a solas. Buscan minimizar las represalias, sabiendo que pueden tener aquí la oportunidad de ganarse el respeto de la tripulación con una demostración de fuerza. Claro que si tardan demasiado… - Ormzar Anbisen, el gran capitán del barco de velas rojas, se encogió de hombros. - Pero tú has decidido morder a Damaroja, secundada por sus tres secuaces… y les has dado una paliza. No está mal.
Ormzar Anbisen entró en el círculo, y por un momento el sol pareció desaparecer del firmamento.
  • Ahora tienes una oportunidad. Puedes luchar contra mi. Un combate singular. Si me ganas, todo el barco será tuyo, serás el nuevo capitán. Habrás derrotado a Ormzar Anbisen, no hay nadie que pueda decir lo mismo. Ahora tienes una oportunidad. Estoy desarmado. Estoy solo.


  • ¿Y qué pasó?
  • Tiré las armas allí mismo y me rendí.
Habían decidido cambiar finalmente al vino tras su tercer trago de aguardiente, y estaban todos ya algo achispados. La tarde se alargaba en Despojos mientras el sol teñía de rojo los vaporosos bostezos del cielo.
  • ¿En serio? ¿Tú? ¿Rendirte? - le decía Ilais incrédula.
  • Vosotros no lo visteis. Aquella cosa era un monstruo. Preferiría mil veces volver a enfrentarme a aquel hombre pez del barco de Otavio… que, por cierto, tenéis que contarme cómo terminó esa aventura… el caso es que me rendí. Dejé de fregar suelos, me dieron un sable y ascendí a vanguardia.


jueves, 27 de julio de 2017

El Barco de Velas Rojas (Capítulo IV.4) - Fin del Capítulo IV

Otavio les guió a través de las infectas calles de Despojos con paso vacilante y mirada atenta, como si temiera una daga traidora aparecer desde cualquier esquina. Lo que teniendo en cuenta el lugar en el que se encontraban, era perfectamente posible. Las tablas de madera naufragada que formaban las inestables calles de esta villa de pecado y violencia que era Despojos crujían bajo sus pasos, y más de una vez tuvieron que darse la vuelta al llegar a un punto en el que la calle se había venido abajo, precipitando la podrida madera que la formaba hacia las aguas unos metros más abajo. Resultaba ciertamente impresionante ver los torpes e inclinados edificios, construidos por manos más acostumbradas a formar embarcaciones que edificios. Todos ellos poseían una innegable cualidad marina, y no sólo porque al menos la mitad tuvieran en una parte u otra de su anatomía (llamar arquitectura al caos que formaba Despojos sería una locura, poseía cualidades mucho más biológicas que artísticas) un mascarón de proa o un mástil sujetando una parte de la estructura, si no por sus formas. Como si hubieran comenzado con la intención de construir una embarcación, y a medio camino hubieran cambiado de idea. Por todas partes se oían gritos y llamamientos de toda índole, a la puerta de casi cada casa una mujer o muchacho con el torso desnudo y apenas unos harapos cubriéndole la cintura se insinuaba de formas nada sutiles, los hombres que se cruzaban tenían el gesto descompuesto a base de cicatrices y mala uva, y al acercarse ellos todos, sin excepción, echaban mano a la cintura donde invariablemente se descubría el brillo de un acero. Según se alejaban de los muelles el terreno se volvía más sólido, las casas más altas y el olor, antes apenas enmascarado por el salitre y los aromas propios del mar, más humano. Es decir, peor. Mucho peor. Tardaron un rato en darse cuenta de que ahora estos tablones no se levantaban sobre roca, si no sobre colonias de mejillones, algas, percebes y toda clase de moluscos marinos que, usando los cimientos de la miserable comunidad pirata, habían formado colonias de un tamaño monstruoso. A menudo veían a niños y chiquillos rebuscando en el arrecife y atrapando cangrejos y marisco que llevar a la cazuela. Los más jóvenes con los pies ensangrentados, los que ya se acercaban a la década de edad con los pies de la misma consistencia que el arrecife sobre el que correteaban. Algunos incluso jugaban a tirar del marrazo, arrastrándolo a tierra y luego soltándolo, o desafiándose unos a otros a ver quién se atrevía a acercarse más. Ilais no pudo dejar de advertir que los más valientes eran a menudo los que menos dedos tenían. Los niños no se acercaban a los adultos, y de hecho los rehuían a conciencia, en ocasiones incluso echándose al agua en una pasarela estrecha. Casi todos ellos tenían marcas o cicatrices de una u otra clase.
  • Es aquí. - dijo el viejo marinero con resignación.
Una botella salió volando por una ventana. Le siguió poco después un hombre. El edificio era el más grande de Despojos, una monstruosidad de tres plantas que sólo los dioses y los locos sabrían cómo podía tenerse en pie. Un tejado a dos aguas coronaba una acumulación de maderas y cables que formaban la anatomía (de nuevo, allí no había ninguna arquitectura de por medio) de aquella afrenta contra las leyes naturales, un monumento a la locura y al caos que se mantenía en pie en base a su propia irracionalidad. Las ventanas aparecían a alturas, formas y disposiciones del todo irregulares, y el marco de la puerta no encajaba con la puerta… una puerta que destacaba poderosamente por ser sin duda algo saqueado de un viejo tesoro, una maciza forma de bronce enteramente cubierta de grabados que parecían representar gente dedicada a toda clase de extrañas y misteriosas actividades. Y sobre todo lo demás, el barullo. Del interior emergía un torrente de sonido, de voces y gritos, discusiones y maldiciones en al menos media docena de lenguas y objetos y sustancias de naturaleza incierta salían volando por las ventanas regularmente (y eso incluía personas, como ya hemos indicado anteriormente).

En definitiva, aquel lugar que se elevaba como una alta torre de imposibilidades, deshechos, violencia y, en general, caos, aislada sobre un pedazo del arrecife particularmente grande, separada de cualquier otra estructura, se sentía como una especie de capilla de cualquier infausta religión a la que las gentes de Tur Ukar pertenecieran, como el reflejo corazón de la villa de las piratas, como su centro y soberano espiritual.
  • Las Puertas de Bronce… o las Puertas de Gaamar, como le llaman los más viejos. - musitó Otavio, como si se mostrara avergonzado de este conocimiento.
  • Es… - empezó Ilais, con el rostro deformado por el espanto.
  • Es… - continuó Henk, con el rostro ensombrecido por la ira.
  • … magnífico. - terminó Flecha, con el rostro sobrecogido en beatífica contemplación.
  • Entremos de una vez… una vez allí, manteneos al margen, intentad no llamar la atención… no debería ser difícil. Yo tengo que hablar con un… viejo conocido.
Siendo conscientes de que no tenían ningún otro lugar al que acudir, y que Otavio parecía tener algún secreto en relación con ese lugar, se resignaron a entrar, Ilais y Henk con pasos pesados y aspecto de funeral, y Flecha dando saltos y frotándose las manos, mientras revisaba que sus dados especiales siguieran en sus bolsillos. Le gustaban más los naipes, pero la vida del camino y la aventura había probado una y otra vez que no era amiga de los mismos. Así que se había resignado a los dados. Cuando entraron vieron una sala redonda (pero desde fuera quedaba claro que la planta del edificio no era redonda), iluminada con lámparas y velas que goteaban aceite, repleta de mesas y sillas y barriles llenos y vacíos. Mozas y mozos de buen ver, todos ellos que no habían alcanzado las veinte primaveras, servían las mesas y se inclinaban sugerentes sobre los oídos de sus clientes, que a veces los rechazaban y a veces los abrazaban. Las monedas, cuartos de cobre, reales de plata e incluso algún brillante soberano de oro corrían libremente por todas partes en medio de aquel maremagnum de manos con dedos de menos, dientes podridos e intenciones aún más corruptas. El techo estaba abierto hasta el último piso, una pasarela subía en espiral, con algunas zonas abiertas y aquí y allá puertas en las paredes de diseño irregular se abrían (o se mantenían cerradas, cualquier cosa en ese caprichoso lugar) hacia habitaciones que no tenían ningún derecho a encontrarse en ese lugar, de acuerdo a las leyes del espacio y probablemente del tiempo. Desde los pisos superiores cortesanas y piratas se entretenían observando el espectáculo de la humanidad a sus pies. En aquel preciso momento el espectáculo consistía en una multitud que rodeaba una enorme y gruesa mesa de madera, lanzando insultos, botellas y golpes con igual generosidad. Lanzaban todas estas cosas sobre un hombre de barba abundante, pecho descubierto por una camisa tristemente echada a perder, que con un taburete en la mano mantenía a raya a las hordas furibundas mientras gritaba con una fuerza tal que aquellos que se encontraban en la trayectoria de sus estentóreos bramidos se veían obligados a retroceder. El hombre furioso se mantenía sobre una pila de hombres inconscientes y sangrantes (la mayoría) y un charco de bebida derramada que sin duda representaba lo más trágico de aquella épicamente vulgar escena.
  • ¡Malnacidos y pordioseros, venid que os parta el cráneo! ¡Por el nombre Largoinvierno y Ator Sangre de Enano, que soy uno y bastante para tanta basura pirata como aquí se junta!
Henk corría ya con los brazos en alto apartando a la multitud como el segador aparta el trigo, un sólo golpe de sus portentosos miembros más que suficiente para lanzar por los aires a uno de aquellos miserables. Flecha le seguía a carcajadas, poniendo zancadillas, soltando mamporros y saltando de mesa en mesa, confundiendo y atormentando a la multitud. Henk, como un titán imparable, no tardó en llegar a la mesa, dónde el hombre furioso le rompió el taburete en la crisma… lo que no le detuvo para subirse a la mesa, a pesar de la gruesa brecha que en su cráneo se había abierto. Se hizo el silencio entonces, un silencio imposible en un lugar que no había conocido el silencio más que cuando el ruido lo ensordecía, mientras Ator miraba confuso el taburete, y luego la cabeza de su repentino oponente, medio metro por encima de la suya propia. La mirada se le iluminó por un momento, y entonces un tremendo puñetazo de Henk lo mandó volando fuera de la mesa sobre otra situada varios metros más atrás, volcándola y derribando las bebidas que en ella se encontraban. Ator sacudió su cabeza un momento, y se echó a reír. Henk, invicto sobre la gran mesa, hizo lo propio, y Flecha los secundaba robando una bebida de una mesa cualquiera.

lunes, 24 de julio de 2017

El Barco de Velas Rojas (Capítulo IV.3)

No ascendieron más, pues cuando el tamaño de los menhires comenzaba ya a superar la estatura de Henk y las tallas sobre ellos parecían bailar a la luz de las estrellas, torcieron y comenzaron a rodear la cima de la isla para dirigirse hacia la costa que se encontraba a su espalda. Allí, no había lugar donde desembarcar, pues un acantilado ocupaba esa cara de la isla, tallado por los furiosos colosos marinos a lo largo de los milenios. Por eso fue para ellos una sorpresa descubrir que, balanceándose por el creciente viento y las cada vez más encendidas olas, había un barco, mayor incluso que el de Otavio, esperándoles allí abajo.

Cuando Ilais ya se preguntaba cómo iban a lograr descender, los tres hombres de largas capas comenzaron a descender por el acantilado con los fardos, como si descendieran por unas escaleras. Y es que en efecto, alguien había tallado con gran maestría y disimulo unos escalones que descendían a través del acantilado, hasta llegar a una pequeña plataforma. Estaban tallados de tal manera que no pudieran verse si se observaba la pared del acantilado, y apenas podían apreciarse estando sobre ellos.
  • Qué maravilla, deben haberlos tallado los enanos… - murmuró Ilais, fascinada por el descubrimiento.
  • Fueron los gentiles. - les dijo Cátigo. - Un pueblo de gigantes que habitó estas tierras antes incluso que los elfos, antes incluso que los Tres Brujos. La naturaleza los respetaba como iguales, y por eso no daña sus obras.
Fue una sorpresa que casi le costó a Ilais perder pie, pero Otavio logró aferrarla a tiempo. El resto del descenso transcurrió en silencio.

En el barco había tres hombres con capas similares a las de los otros que habían acudido a recogerles. Debajo de la de uno de ellos, podían verse resplandecer las brasas de una pipa, y el olor a tabaco llegaba hasta los aventureros. Cátigo subió al barco y saludó a los marineros con apretones de manos y palabras amables, señalando de vez en cuando a sus pasajeros. Al final, consiguieron el permiso para embarcar. El tiempo empeoraba por momentos, el viento soplaba ya como un huracán, y las nubes ocultaban el cielo sobre el mar, avanzando rápidamente hacia tierra. Terminaron de colocar los lastres y acondicionar a los pasajeros, se soltaron amarras y el barco zarpó. Parecía imposible que la nave pudiera navegar en esa oscuridad, pero en cuanto Cátigo se hizo con el timón, comenzó a enfilar con total seguridad hacia mar adentro.
  • Esto es imposible. - murmuró Otavio. Se le sentía asustado, al viejo marino.
  • ¿El qué?
  • El viento. No deberíamos estar avanzando, deberíamos habernos estampado contra las rocas. Este barco no debería ser capaz de avanzar. - había temblor en su voz, y cierto terror reverencial. Su mirada se dirigía a Cátigo, que se mantenía inclinado sobre el timón atisbando las tinieblas ante él, ni una sola luz encendida en el barco. - Es cierto lo que dicen de él: es un brujo, un hechicero. Uno de los hijos de las Brujas del Mar. - las manos de Otavio se cerraron sobre uno de sus muchos amuletos.
  • Tranquilo, Otavio. Hay muchas gentes capaces de conjurar. Yo misma puedo hacerlo, sin ser hija de ningún dios o poder extraño.
Pero el viejo marino no quedó convencido, y siguió aferrando su amuleto y murmurando oraciones. Ilais se sentó, y aprovechando la oscuridad y que la tripulación estaba entretenida con las maniobras, volvió a dibujar círculos y a formular sortilegios, para asegurarse de que sus disfraces aún funcionaban. Cuando se sintió bostezar ruidosamente, sacó un pequeño frasco y pegó un sorbo.

Henk roncaba ya sonoramente bajo la cubierta, había dejado de llorar, y las oraciones le habían calmado lo bastante como para poder dormir. Flecha lo cubrió con una manta, y salió fuera a sentir el viento nocturno y la tormenta que se aproximaba, pero no tardaría mucho en acudir al abrazo del sueño. Pasado un rato, sólo dos hombres encapuchados quedaban en la cubierta como marineros, con Cátigo al timón, e Ilais apoyada en la borda, pegando sorbos de vez en cuando de su frasco, mirando los pensamientos de dios caer sobre las olas inmensas. El barco avanzaba directo hacia la tormenta, y ni siquiera se hacía el amago de recoger las velas o cambiar el rumbo. Ilais miraba al timonel, con todos sus sentidos alerta y dispuestos a descubrir la menor traza de magia que de él emanase. Pero no había nada.

Las olas comenzaron a zarandear el barco con creciente fuerza. La embarcación subía y bajaba, y los que aún quedaban en la cubierta se veían obligados a aferrarse violentamente a la borda para no verse arrojados por los aires y hacia el agua. Una ola finalmente barrió la cubierta, empapando todo lo que allí se encontraba. Un relámpago cayó lo bastante cerca como para que no hubiera que esperar al trueno. Y las velas seguían extendidas y el rumbo fijo.

  • Puede que la señorita prefiera resguardarse con los demás. Las cosas van a empeorar. - dijo Cátigo.

Cuando iba a responder, un nuevo bandazo del barco arrojó a Ilais contra el mástil. A su alrededor la oscuridad era absoluta, convirtiendo al mar en un muro de negrura líquida con matices de espuma. Sólo los relámpagos iluminaban de vez en cuando la escena, para mostrar murallas de agua que se alzaban a un lado y a otro, aún más altas que la propia embarcación y la lluvia azotando inclemente todo lo que bajo aquel cielo se encontraba.

Cuando Ilais finalmente descendió hacia la bodega para resguardarse, vio que sólo Cátigo quedaba en la cubierta, adherido al timón, firme e inamovible como una estatua.


Les despertó uno de los hombres encapuchados, su feo rostro picado de viruela y ojos saltones asomando bajo las ropas, a base de varias patadas bien dirigidas a las costillas. La luz se filtraba entre las rendijas de la embarcación, y el suelo estaba encharcado por el agua salada. Pero la embarcación estaba quieta, mecida suavemente por la marea, la tormenta había pasado, y sin duda había llegado el amanecer. Ilais se irguió en su camastro, con el frasco vacío en la mano. No había dormido en toda la noche, y se le notaba exhausta. Henk tuvo que ayudarla a caminar.
  • Vuestra amiga no tiene muy buen aspecto. - les gruñó uno de los marineros.
  • La tormenta la ha tenido despierta.
Cuando emergieron, vieron por primera vez el puerto de Tur Ukar, que tenía por nombre Despojos. Fueron azotados por el olor del pescado podrido y los orines vertidos, por el olor (hedor) del sudor y la sangre. Ante sí, una población construida parte en la tierra, parte en el mar, con casas endebles de tablones y deshechos que se balanceaban sobre altos postes que las mantenían adheridas al suelo marino. El día era gris y una fina llovizna caía, lo que sin duda pegaba con la tétrica imagen que el lugar proyectaba. Sobre los tablones que hacían de calles pasaban hombres y mujeres de mala vida, unos ofreciendo sus cuerpos por unas monedas, otros sus aceros por el mismo precio. Y ninguno valía aquí mucho. Parecía imposible que esa comunidad de alimañas y deshechos se hubiera mantenido en pie a pesar de las tormentas… de hecho, parecía imposible que se mantuviera en pie, simplemente. Despojos era una cicatriz purulenta sobre Giruzkar, enquistada y convertida en una acompañante eterna de su geografía. Había ardido al menos una docena de veces, y al menos dos purgas habían sido realizadas por la guardiamarina de Orostir para tratar de exterminar aquel cáncer, pero sin éxito. Al final, los piratas regresaban para reconstruir Despojos.

Parte de la culpa la tenía la antigua fortaleza que se alzaba en lo alto de uno de los acantilados, controlando el acceso al puerto. Considerada el centro del poder de Tur Ukar, varios señores piratas la habían reclamado a lo largo de los siglos, cambiando de manos de forma más o menos habitual según los tiempos que corriesen. Era la opinión habitual que quién controlase La Ruinosa, como se la conocía, controlaba también Despojos y por lo tanto Tur Ukar. El nombre de la fortaleza se debía primero a que era antigua como pocas cosas lo eran en Giruzkar, o incluso más allá, y el tiempo había hecho mella en su arquitectura. También, porque en las dos ocasiones en las que se había tratado de purgar la herida de Tur Ukar, los ejércitos del Rey habían realizado graves esfuerzos por destruir la fortaleza hasta sus cimientos… pero sin mucho éxito. Cada nuevo señor de La Ruinosa trataba de repararla y añadía nuevas e imaginativas “mejoras” a la fortaleza, y de la misma no quedaba más que los cimientos y sus mazmorras, siendo lo demás una amasijo de maderos, piedra y metal que muy bien recordaba a la propia población que custodiaba. Los pendones de la fortaleza mostraban ahora una mano extendida con una boca llena de afilados dientes en su palma, todo ello blanco sobre fondo negro.
  • Esos son los pendones de Ormzar Anbisen, el nuevo señor de La Ruinosa. - les dijo Cátigo desde el timón. Sus hombres habían comenzado a decargar.
  • ¿Cómo de nuevo?
  • No hace ni una semana. Hundió el barco de Sinrostro con su nave de vela rojas, y desde entonces maneja todo esto. Aunque pasa más tiempo saqueando que allí arriba. - el contrabandista les dirigió una sonrisa y guiñó su ojo bueno. - Pero ya os preocuparéis por eso en otro momento. Por ahora, deberíais encontrar algún lugar para que vuestra brujita descanse. No vayan a desaparecer vuestros rostros.
Todos miraron en silencio a Cátigo y a su ojo muerto unos instantes. Al final Flecha le dedicó un saludo y se marcharon.

Encontrar un lugar donde quedarse en Tur Ukar no era un asunto sencillo. Sabían que hacia el interior había poblados bárbaros que los degollarían nada más verlos por creerlos piratas y saqueadores, pero también sabían que la mitad de las habitaciones que en el puerto pudieran encontrar los degollarían para quedarse con las monedas que tuvieran.
  • Hay un lugar en el que podríamos quedarnos. - murmuró Otavio.
  • ¿Conoces algo de este lugar?
  • Algo. Un conocido mío regenta unos alquileres por aquí, un local que se llama Las Puertas de Bronce.
Henk sujetaba a Ilais para que no se cayera mientras esta respiraba pesadamente. Los ojos se le cerraban y tenía un color ceniciento.
  • Llévanos allí. Ilais no aguantará mucho más, necesita un lugar en el que descansar.
  • Bien, pero hace mucho... quiero decir, yo no he puesto pie aquí en mi vida. Habría que preguntar.
  • Preguntémosles a ellos. - hizo notar Flecha.

Mientras se preocupaban por a donde acudir parados en el muelle, un grupo de piratas les habían rodeado. Enseñaban largos cuchillos y toda clase de macabros trofeos, como dientes, orejas, dedos y otros semejantes. Reían roncos y se limpiaban las narices con las mangas de unos trapos que tenían por costumbre llamar ropas. Eran cinco, nada menos, todos ellos con aspecto de haber sobrevivido a más de una trifulca. Henk aferró su espada, que seguía cubierta por la ilusión, pero la exhausta Ilais puso la mano sobre su puño.
  • Si os metéis en una pelea, no hay forma de que mi magia os cubra. - susurró, apenas sin fuerzas.
Henk relajó la presa sobre su filo, pero no lo soltó.
  • Mira, Vizo, cuatro nuevos voluntarios.
  • El grandullón tiene buena pinta.
  • Sí, pero la moza no parece muy entera, igual hay que darle un remojón para que se espabile.
  • A ver, mozos, os venís con buena voluntad o tenemos que recurrir aquí a los hierros.
Flecha avanzó con las manos a la vista y la sonrisa dispuesta.
  • A ver, mozos, que no buscamos lío y aquí mi amigo es de pronto fácil, ¿qué me decís si salís todos con calma y no cae aquí desgracia ninguna?
  • Míralo al querubín, que verraco se nos pone. No voy a decir otra vez, que o bien sos venís o…
Golpeó su palma con el cuchillo un par de veces, con gesto intimidatorio. El filo del arma estaba herrumbroso, y cubierto de porquería. Estaba claro que no había muchas opciones de negociación allí.

Así que rápida como su nombre, Flecha desenfundó una daga y la lanzó al portavoz del grupo de reclutadores. Este se encogió en el último momento y la daga se le clavó en el pecho, pero lejos del corazón al que iba dirigida. Ilais soltó un gemido, cuando su ilusión finalmente se deshizo. Esto fue en realidad una suerte para el grupo, pues la sorpresa de verse de pronto rodeando no a un grupo de gentes de aspecto más o menos miserable, si no a un grupo de guerreros bien armados y preparados (con nada menos que un semiorco entre ellos), les hizo perder cualquier ventaja que pudieran tener. Con un grito que hizo retumbar el muelle, Henk sacó su espada  dejó libre la furia y angustia que había estado viviendo estos pasados días. La espada cortó a uno de los piratas en dos, y con un giro golpeó a un segundo que aunque logró cubrirse con los brazos, el golpe lo arrojó al agua que pronto se tiñó de rojo. Fue un desafortunado destino, pues la sangre no tardaría en atraer a los marrazos que sembraban las aguas de Tur Ukar. El que había recibido la daga en el pecho aún se recuperaba cuando la lanza de Otavio se clavó en uno de sus camaradas a la altura de la pierna, desviada del último momento de sus entrañas por su herrumbrosa herramienta, pero incapaz de librarse de todas maneras de la herida. En su defensa diremos que la herida no fue bastante para derribarlo, que en su lugar tuvo la presencia de ánimo suficiente para darse la vuelta y echar a correr sin perder un instantante y al parecer sin sentir en absoluto la herida en su muslo. El otro, el que aún estaba entero, se lo pensó un momento, pero decidió seguir el ejemplo de su compañero y se marchó a todo correr sobre el destartalado muelle. Sólo quedó el que llevaba el cuchillo en el pecho, pero se vio interrumpido por una punta de flecha puesta directamente ante sus ojos.

Flecha sonreía, como sonreían pocas cosas en el mundo, más allá de un cuchillo afilado o un león satisfecho. El pirata quiso tragar saliva, pero tenía la boca seca.
  • Déjalo, ya lo mismo da. Vamos a ver si podemos meternos en algún lado, y más vale que sea deprisa. - Henk había ya limpiado y guardado la espada, su naturaleza había regresado al estado taciturno y tranquilo que le era propio. Ilais se apoyaba pesadamente en su brazo, jadeando, peleando por tenerse en pie.
A la distancia los observaban varios marineros de muy diversa y escasamente positiva catadura moral, todos ellos señalando y comentando con quien tuvieran al lado. Había sido un espectáculo impresionante, ciertamente, uno sobre el que no tardaría en correr la voz.
  • Flecha… - jadeaba Ilais - no tendrías que haberle atacado. Ya hablaremos. Otavio, guíanos.
Flecha se rascó la nariz y escupió al agua. Luego se giró y le quitó la daga del pecho al pirata en el suelo sin mirarle a la cara. Ni siquiera cuando gritó con toda la fuerza de sus pulmones al sentir el acero salir de su carne.

jueves, 20 de julio de 2017

El Barco de Velas Rojas (Capítulo IV.2)

Sentados en su mesa en la Burra, la extraña compañía discutía sus planes.
  • ¿Cómo podríamos hacer para entrar en Tur Ukar?
  • Los piratas siempre están buscando nuevos “reclutas”, así que no creo que entrar sea un problema. Bastará con disfrazarnos.
  • Daiyu será un problema. - indicó Flecha.
  • Sí, ciertamente. No es fácil pasar desapercibido con un aspecto como ese. Quizá tenga que quedarse.
  • No es de mi agrado, pero haré lo que sea necesario.
  • El verdadero desafío será salir de allí.
  • No si conseguimos hacernos con el barco de velas rojas. - indicó Daiyu.
  • Entonces el problema será cómo hacernos con el barco. Si es tan valioso como dices, sin duda estará bien guardado. Y nosotros somos pocos.
Beelethur se presentó con más jarras para todos, y otro trago de estepario para Henk. El semiorco no había dicho ni una palabra desde que habían llegado a la villa, excepto para pedir la bebida. Ator no estaba esperándolos allí, como Flecha tan animosamente había asegurado durante el camino.
  • Eso lo decidiremos una vez estemos allí. No podemos planear nada si no conocemos el terreno.
  • La bruja tiene razón, no sabemos siquiera si lo guardan en el puerto de Tur Ukar o si lo tienen en otro lado. Por lo que el cornudo este nos ha contado, están aliados con esas criaturas de los abismos, por lo que sabemos podrían guardarlo en el fondo del mar. - Otavio había mantenido los morros pegados a la jarra hasta ahora.
  • Entonces lo primero es llegar allí. Luego decidiremos el resto.
  • Bien. ¿Y cómo llegamos allí?
Flecha les miraba con los brazos cruzados y las piernas sobre la mesa. No había tocado su jarra.
  • Quiero decir, la última vez conseguí convencer al pescador aquí presente para que nos llevara. Pero una cosa es acercarse a dar una vuelta por unos acantilados y otra muy distinta navegar hasta el nido de unos piratas a través de unas aguas infestadas de tormentas y monstruos. Y más teniendo en cuenta que las noticias sobre el resultado de nuestra última aventura ya están en boca de todos.
  • Yo no he dicho nada. - gruñó Otavio. Y era cierto, ni siquiera se había acercado al puerto.
  • Puede que a mi se me haya escapado algo con los carreteros, ¡pero eso no es lo importante! Lo importante es que no tenemos un barco. - volvió a enfatizar Flecha.
  • ¿Necesitáis un barco para ir hasta Tur Ukar?
Beelethur estaba junto a ellos lavando una jarra y mirándoles con su perpetua sonrisa élfica.
  • Sí, Beelethur. Lo necesitamos para recuperar el barco de velas rojas y poner fin a todas estas tormentas.
  • Bueno, siempre podéis preguntar a los contrabandistas.
  • ¿Cómo?
  • Claro, todo el mundo sabe que en Tansa Calra trabajan los contrabandistas, llevando mercancías de Tur Ukar y otros lugares hasta Orosti. No son gente honrada, pero respetan el oro y a veces aceptan llevar a criminales y otras gentes huyendo de la justicia hasta Tur Ukar. Por un precio.
Todos miraron a Ilais, y ella se encogió de hombros. Parecía una opción tan buena como cualquier otra. Aún así, miró a Henk para asegurarse que se mostraba de acuerdo. Pero en aquel momento el semiorco sólo parecía interesado en su bebida. A la mañana siguiente estaría mejor, o eso esperaba Ilais. No podían hacer esto sin él. Sobre todo ahora que Ator no estaba con ellos.


Una noche más en el Ratito y Medio, y Cátigo disfrutaba de un buen trago de ginés junto con algunos de sus camaradas. La reciente plaga de tormentas había demostrado ser una bendición para el negocio. Al menos, para aquellos con el ánimo suficiente como para atreverse a navegar bajo tales circunstancias. Con el ánimo suficiente, o con un poco de ayuda de la gente apropiada, pensó Cátigo con una sonrisa amarilla. Cubría su cabeza con un pañuelo bajo el que asomaban sus lacios y grises cabellos. Uno de sus ojos era pálido y sin vida, el otro de un vibrante color azul, y la postura siempre ligeramente encorvada. Se decían de Cátigo muchas cosas, como que su madre había sido un pez, que era un brujo que te podía maldecir con su ojo malo, o que había matado a cuatro hombres con un tenedor. No era importante si era verdad o no. Lo importante es que esas cosas se decían.

Cuando Flecha se acercó para hablar con él, Cátigo no vio al célebre aventurero de puntería letal, si no a un joven de barba incipiente y mirada lúgubre. El recién llegado captó la atención del contrabandista con un vaso de dulce de las islas.
  • Bueno, bueno, ¿qué puede hacer Cátigo por una remorilla como tú?
  • Busco pasaje a Tur Ukar. Lo antes posible.
Cátigo apuró su amargo trago de ginés para poder empezar cuanto antes con el de dulce. Se limpió los labios con los dedos mientras medía al muchacho con su ojo muerto.
  • ¿Y puedo preguntar por qué la prisa?
  • Son asuntos privados. Pero unos amigos vendrán conmigo.
  • ¿Cuántos? Porque el barco es pequeño y el viaje no es precisamente corto…
  • Cuatro.
  • Ya… creo que podríamos arreglar algo. Por cuatro… centenar de monedas sería justo.
  • Urto pedía ochenta.
  • Urto no ha salido a la mar desde hace una semana, y perdió un cargamento entero en una tormenta. Todo el mundo sabe que el único que pueda navegar estos días por aquí soy yo. Mi ojo mágico me permite ver el rumbo seguro en medio de la tormenta.
El joven se revolvió inquieto intentando evitar la mirada del pálido ojo.
  • Tranquilo, remorilla, que no maldice a menos que yo se lo pida.
  • ¿Es verdad lo del ojo?
  • Tú sabrás. Lo que es verdad es que yo te puedo llevar a salvo hasta Tur Ukar, tormenta o no tormenta. Y que pido un centenar de monedas por cuatro pasajeros.
  • Yo… sólo tengo ochenta.
Cátigo bebió del dulce de las islas y chasqueó la lengua tras el primer trago. Volvió a mirar al joven a su lado, que intentaba mantener un gesto serio y ceñudo, a pesar de que se veía que no debía ser más que un crío.
  • Está bien. Por ochenta te llevo hasta allí. Pero a partir de ahora, cada vez que me veas la jeta más te vale invitarme a un trago. Vente cuando cierren el garito.
Y con estas palabras el contrabandista se dio la vuelta y siguió bebiendo con sus compinches. El muchacho, que era Flecha, salió fuera, caminó unas calles, y cuando estuvo seguro de que nadie le seguía, se reunió con sus compañeros.
  • ¿Cómo ha ido? - quiso saber Ilais.
  • Pues ni tan mal. Hasta he conseguido regatearle veinte monedas.
  • ¿Pudo ver a través del disfraz?
  • No, tu conjuro es fantástico. Si no supierais que soy yo, ni vosotros podríais reconocerme.
Con un gesto de la mano y una palabra Ilais hizo desaparecer el disfraz.
  • ¿A qué hora entonces?

Cátigo les estaba esperando en la puerta del Ratito y Medio mientras cerraban. A los ojos de los demás, lo que apareció fue una panda de maleantes y canallas guiados por un muchacho sonriente. Si le hubieran pedido a alguien sin embargo que les describiera dichos canallas o maleantes con cierto detalle, que resaltase algún rasgo llamativo sobre ellos, nadie hubiera sido capaz de decir nada en concreto. Cátigo los vio llegar con una sonrisa.

No se entretuvo con charlas banales. Con un gesto les indicó que le siguieran. Se alejaron del puerto para acercarse a la playa. Allí Cátigo sacó una lámpara e hizo algunas señales. Al poco, se pudo escuchar el paleo sobre el agua, y un bote de remos con tres hombres cubiertos por gruesas capas llegaron a la orilla.
  • ¡Cátigo! ¿Otra vez pasajeros?
  • Sí, quieren llegar a Tur Ukar.
  • ¡Ja! ¿Qué es lo que habéis hecho para querer ir a ese nido de ratas?
  • Vete a saber. - Cátigo dejó una bolsa de monedas en la mano del hombre. - Pero no es asunto nuestro. Arreando.
Una vez estaban ya lejos en la bahía, paleando con cuidado y con todas las luces apagadas, en medio de ese mar de negrura, pudieron respirar tranquilos. Vieron en lo alto el castillo con todas sus almenas encendidas, las pequeñas siluetas de los soldados allí recortadas. La ominosa figura de Tansa Caral, que dominaba la bahía de Orosti, se hacía cada vez más nítida recortada contra el horizonte estrellado. Una isla, un islote, más bien, cubierta de menhires tallados por los elfos de la espina mucho antes de la llegada del hombre, de misteriosas espirales y mudo poder. En la cima de la isla se alzaba una edificación en ruinas, que decían algunos que había sido un faro, y otros que un templo, pero que todos coincidían en marcarla como maldita. La mayoría pensaban que la isla estaba habitada por fantasmas, espectros, y toda clase de apariciones atraídas por el poder de las piedras, y por lo tanto la evitaban tanto como fuera posible. Esto era una suerte para piratas y contrabandistas de toda índole, que solían hacer uso de la isla como lugar de reunión o escondite.

La barca llegó finalmente a su destino, los tres hombres tomaron unos pocos fardos y comenzaron a ascender por uno de los senderos de la isla, custodiado por un menhir. Cátigo hizo un gesto a los compañeros, y todos le siguieron.