El cielo continuaba despejado, si bien algunas nubes comenzaban a acercarse desde el horizonte, resonando los truenos en la distancia. Los tres marineros, padre e hijos, miraron preocupados tales nubes, y tras unos momentos y algunas comprobaciones, Otavio se dirigió a sus pasajeros para informarles que la tormenta estaría sobre ellos en escasas horas, si su experiencia marinera valía un carajo. Para entonces habían alcanzado ya las inmediaciones de los Arañazos del Diablo: Recibían este nombre unos notorios acantilados situados en aquellas costas entre Orosti y el pequeño puerto de Azaruz. En estos acantilados podían advertirse profundos y rectos surcos que habían dado nacimiento al nombre.
El agua se revolvía gris lamiendo el casco del barco, y el viento henchía fuertemente las velas y arrastraba consigo las gaviotas de alas grises. Los seguían, las gaviotas, quizá a la espera de restos de la pesca o un descuido de sus guardianes, pero no pescaba peces ese día el barco de Otavio.
- Debemos estar ya cerca, o eso dicen las runas.
- También está cerca la tormenta, joven.
- ¿Podría ser entonces que el barco de los demonios marche con ella?
- Estáis locos si creéis que expondré mi bote a la furia de la tormenta. Hay una ensenada aquí cerca, no es la solución ideal, pero es lo mejor que podemos conseguir para guarecernos de la maldita tempestad. Si no nos ponemos a cubierto ahora mismo, el viento nos hará pedazos contra los acantilados.
Las altas paredes de la ensenada los rodearon enseguida. Se ataron todos los cabos, re recogieron las velas y toda la carga fue asegurada. La estrecha bodega del barco pesquero apenas era suficiente como para guarecer en ella a todos sus tripulantes. Sin duda pasarían un rato algo encogidos, pero tampoco es que fuera una ratonera. Se repartió algo de pescado salado y vino (Otavio sentía poco amor por la sidra) para recuperar fuerzas y levantar el ánimo antes de que la tormenta golpease.
El balanceo del barco, casi nulo al principio, fue aumentando en intensidad rápidamente, mientras afuera el viento hacía crujir el mástil y cantar a las copas de los árboles. Cuando al fin se escuchó al trueno romper prácticamente sobre la cresta de la embarcación, y el rayo iluminar con furia homicida, cuando el estruendo de la lluvia hizo acallar todo intento de conversación, supieron entonces que había llegado la tormenta.
No era el primer viaje en barco de la compañía (habían llegado hasta Giruzkar desde un puerto norteño), ni su primera tempestad, pero nunca habían logrado superar el terror que uno podía llegar a sentir en aquellas situaciones, impotente frente a la fuerza de los elementos. Ningún acero ni magia humana podía enfrentar la furia de Mannannan. De pronto, Flecha se puso en pie y se dirigió a trompicones y pisoteando a sus sufridos y empapados compañeros.
- ¿Qué haces? ¿A dónde demonios vas ahora? - le gritó irritado Ator, envuelto en su capa que chorreaba ya.
- A ver la tormenta, y de paso a ver si se asoma el barco de velas rojas. - respondió Flecha de forma risueña y haciendo bocina con las manos.
Los demás profirieron gritos de advertencia y maldiciones varias, pero en balde. Flecha salió fuera. Nada más asomar el rostro recibió la húmeda bofetada del viento y la lluvia, y la arquera respondió con una carcajada. El espectáculo allí fuera era apocalíptico. Las olas se alzaban como colosos emergiendo del agua para arrojarse contra las paredes del acantilado con ánimo destructor; uno tras otro, conscientes de su victoria final. El cielo se iluminaba por momentos cuando destellos de relámpagos asomaban bajo las nubes, y de pronto y a lo lejos, uno de los pensamientos de Dios descendía desde lo alto dibujando una estela de fuego y luz que quedaba grabada en la retina. La voz seguía a su pensamiento, y como si fueran las leyes dictadas de la creación, hacían temblar a todo el que la escuchaba. Nada era indiferente a la fuerza de dicha voz, todo se estremecía y se preguntaba cuánto más podría soportar tan magníficas revelaciones. Flecha era incapaz de aguantar la risa en el pecho, y fluía por su garganta y a través de su boca como un torrente de juventud y maravilla. Nunca, jamás, hubiera llegado a ver nada como eso en las montañas de Winterlang, ni aún cuando Korm hubiera descendido de sus heladas alturas.
El barco se escoró bruscamente cuando algo enorme y pesado lo abordó. Flecha tuvo que sujetarse a la cubierta para no caer. En la oscuridad, la lluvia y el trueno, lo único que vio fueron dos ojos pálidos, y una figura de grandes garras.
La criatura saltó hacia delante para aferrar a Flecha, pero con un háil salto y sin perder la sonrisa se apartó de su camino. Rodeo el bote por el otro lado y buscó la entrada al interior, pero la criatura, con una velocidad que no era en absoluto natural a su tamaño, le cortó el paso. Flecha decidió que era el momento de bailar. En medio de la tormenta, saltaba y trepaba como un mono, sus manos estuvieron a punto de resbalar un par de veces, pero con una carcajada y Flecha recuperaba el control. La criatura la perseguía por todas partes, destrozando las velas con sus letales garras, azotando la cubierta con su escamosa cola. Sus ojos pálidos brillando en la oscuridad, la boca abierta buscando la frágil carne humana de su presa. El barco se escoraba con violencia a uno y otro lado, amenazando con volcarse ante el monstruoso peso de la cosa que había llegado del fondo de las aguas. Una zarpa arañó el brazo de Flecha, que contuvo un grito de dolor. Al momento sintió el calor de su sangre recorriendo su brazo. El baile se acababa.
Un relámpago iluminó la cubierta. Flecha, arrinconada en una esquina, observaba a la cosa, una monstruosidad venida de las oscuras y terroríficas profundidades, tan grande como un caballo, cubierto de escamas de boca ancha y repleta de dientes pequeños y serrados, de garras como dagas y odio voraz contra todo lo que caminaba sobre dos patas. Flecha sangraba mientras sonreía a la muerte y el agua del mar y del cielo limpiaban sus heridas. Un relámpago iluminó la cubierta, y de pronto estaba Ator, el hacha en la mano, los dos pies firmemente plantados en el suelo. El hacha bajó una vez, partiendo escamas y hueso. La cosa soltó un agudo chillido de angustia, e intentó revolverse para enfrentarse a su agresor. Pero Ator volvió a golpear, esta vez al cuerpo de la cosa abisal. Se escuchó el chasquido de sus espinas al partirse, el agua sobre la cubierta se oscureció con la sangre del monstruo. Cuando el tercer golpe descendía, la cosa abisal se arrojó por la cubierta, de vuelta a las oscuras profundidades. Ator se acercó a Flecha para ofrecerle su mano. Flecha reía.
De pronto el barco salió despedido, un fuerte bandazo que hizo que Ator se golpeara duramente el costado contra la borda, soltando un rugido de dolor. El barco comenzó a agitarse con violencia de un lado para otro, amenazando con volcar. Los demás estaban ahora agazapados junto a la entrada a la bodega. El viejo lobo de mar parecía realmente asustado. Señaló entonces, acompañando sus gestos con gritos silenciados por la tempestad, la cuerda del ancla. Se agitaba suelta en todas direcciones, ¿rota por la violencia de la tormenta, o un siniestro sabotaje? El barco se agitaba y los colosos lo arrastraban golpe a golpe hacia la escarpada costa. Flecha no perdió más tiempo, y se arrojó por la borda a las aguas. Henk le siguió momentos después, y Ator arrastró a Ilais consigo a las olas. El destino del barco llegó poco después, cuando las olas lo destrozaron contra las paredes del acantilado. A la luz de los relámpagos, la piedra y el agua se disputaban en encarnizada competición los restos de la embarcación.
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