Jon, el hijo mayor de Otavio, despertó sacudido por un repentino escalofrío y el sentir de la humedad en sus huesos. Sobre su cabeza vio una luz pálida, y sintió una fría gota de agua de mar caer sobre su párpado. Sintió que no estaba solo. Cerca de donde él se encontraba tendido, había una figura, de apariencia primera humana, pero que una segunda mirada sin duda descartaba esa posibilidad. La criatura era pequeña, su piel estaba cubierta de escamas y una cresta espinosa le nacía en la espalda para culminar en una cabeza sin cuello y de ojos bulbosos. Ojos de pez. Un hedor abominable emanaba de la criatura. Jon pudo ver los afilados dientes del pelágico mientras se alimentaba de la carne de su hermano, Febo. Contuvo una arcada que se transformó en lágrimas. Con la mano izquierda tentó a su alrededor en busca de cualquier cosa que le permitiera apagar esos ojos saltones para siempre. Su mano tocó un hueso, un largo hueso humano.
Sin aguardar un instante más se puso en pie y con toda la fuerza que sus brazos de pescador podían conjurar estampó el hueso contra la escomsa cara del pelágico. El golpe lo lanzó de espaldas escupiendo rojo y negro. Cuando intentó ponerse en pie sobre sus cortas y anchas patas, Jon ya estaba sobre él haciendo descender el hueso una y otra vez sobre el monstruo, que se retorcía y provocaba horribles sonidos borboteantes con su garganta. En poco tiempo, el pelágico estaba quieto, muerto, y Jon tenía un hueso ensangrentado en la mano y jadeaba pesadamente, más asustado de lo que había estado nunca.
Cuando se acercó a ver a su hermano, quedó claro que no había nada que hacer. Sus brazos estaban cubiertos de arañazos, sus ojos quietos y sin vida. Las garras del monstruo le habían abierto el pecho para darse un festín con sus entrañas. Jon lloraba amargamente, pero no tenía allí nada con lo que cubrir los restos de lo que fuera una vez su hermano, así que aferró su hueso y con la mano pegada a la pared comenzó a buscar la salida. El lugar estaba fantasmagóricamente iluminado por extrañas plantas luminiscentes, o quizá fueran alguna clase de moluscos. Había agua y humedad por todas partes, varias veces tuvo que trepar o nadar para conseguir avanzar a través de ese laberinto, siempre con el terror de que algo le aferrara desde la oscuridad para devorarle. No fue un camino agradable.
Pero según avanzaba, los túneles comenzaban a hacerse más amplios, y marcas e ídolos de naturaleza alienígena comenzaban a aparecer tallados por las paredes. Figuras que no eran ni hombres, ni pulpos, ni dragones, si no otra cosa aún más horrible, obligaban a Jon a mirar a otro lado conteniendo el vómito. Entonces empezó a escuchar una canción, una melodía como la que sonaba en el interior de las caracolas de la orilla. Incapaz de resistirse, Jon comenzó a avanzar para acudir al encuentro de la canción.
Las tallas a su alrededor se volvían cada vez más horribles y extrañas, hasta que Jon deseó poder cerrar los ojos para no tener que mirarlas. Pero tenía la impresión de que no importaba si los cerraba o no: a partir de ahora estarían ahí ya para siempre, en sus sueños, en la oscuridad, en las profundidades.
Al final de un túnel, el hijo del pescador se asomó a un abismo. Bajo él se abría una sala de enormes dimensiones, inundada en su mayor parte. La estatua de un algo horrible e inmenso, mitad hombre y mitad pez y mitad pesadilla presidía la sala mientras una gran cantidad de criaturas monstruosas y abisales proferían gritos y se cortaban y se retorcían a mayor gloria de la estatua. Un auténtico pandemónium sucedía allá abajo, mientras Jon se encogía en su túnel, aferrado a su hueso. Con horror, descubrió que sujetos a la abominable superficie de la estatua, había cuerpos. Cuerpos crucificados, gimientes y sangrantes, sacrificios para la repugnante criatura que ese profano pedazo de roca representaba.
Uno de los monstruos allí abajo parecía gobernar sobre los demás, a sus movimientos acompañaba un auge o disminución de las mareas de adoración de aquella masa repugnante. En su cabeza llevaba una corona de coral, y sobre su cuerpo se movía un manto que parecía vivo… Jon terminó por darse cuenta de que era en efecto toda una colonia de parásitos y moluscos que habitaban ese cuerpo, extendiéndose hacia la sangre de sus fieles, sedientos. El joven pescador, no pudo resistirlo más, y vomitó. Las lágrimas recorrían su rostro incesantes, y sentía su cordura desvanecerse poco a poco. No sabía cuánto más podría presenciar ese horror, escuchar esa canción, antes de que enloqueciera por completo y acudiera a unirse a aquella horda monstruosa.
Una mano enorme y callosa se cerró sobre su hombro y tiró de él. Jon ni siquiera tenía fuerzas para resistirse.
Cuando sintió el abrazo de su padre, una pequeña parte de él volvió a ocupar su espíritu. Otavio abrazó a su hijo llorando de emoción y alegría. Los tres aventureros contemplan la escena que se despliega en la gran caverna sin tiempo a regocijarse, pues sobre la estatua pueden ver con claridad varios cuerpos de piel oscura y cabeza astada. Entre ellos, el del capitán Daiyu.
- Hay que sacarlo de allí. - dijo Flecha.
- Y no sólo a él. A saber qué clase de magia están intentando realizar allí abajo.
- Pero estamos desarmados, y hay por lo menos una veintena de esas cosas.
- Ellos sí están armados. - hizo notar Flecha.
- Exacto, ¿Cómo vamos a enfrentarnos a ellos?
- No, quiero decir que ellos sí que tienen armas. Sólo tenemos que hacernos con ellas.
- Yo podría hacerme cargo de eso… - dijo Ilais aferrando su bastón.
Otavio soltó a su hijo un momento para acercarse a los aventureros. Con gesto serio, le entregó la improvisada lanza a Henk.
- Al menos servirá hasta que consigas algo más decente.
Henk asintió, calibrando la lanza en sus manos.
Descendieron por la resbaladiza pared de la caverna. Apenas tuvieron que esforzarse en pasar desapercibidos, tan fuerte era la adoración de las bestias hacia su profano patrón. Cuando llegaron abajo, descubrieron que el agua les llegaba hasta la cintura en los bordes de la sala. En el centro aparecía una isla de tierra firme.
- ¿Cómo vamos a hacer esto? No podemos luchar contra todos ellos a la vez.
- Vamos a tener que confiar en la magia de Ilais.
La hechicera, agazapada contra una roca cubierta de mejillones. Trataba de normalizar su propia respiración, expulsando los ritmos de aquella abisal melodía de su mente. Sentía la magia antigua y antinatural, ultramundana, que esa melodía conjuraba. La sentía viva, lanzando sus tentáculos para atrapar todas las mentes a su alcance, apoderándose del silencio mismo, de cada ritmo y pulso. No era una canción del mar. Al menos, no del de este tiempo. Ilais volvió a respirar. Se centró en la roca, en las paredes, en la firmeza de la tierra. El origen de su fortaleza. Conjuró el silencio de la tierra. Y la roca acalló el susurro del mar. De pronto, de forma tan abrupta como dolorosa, el sonido cesó. En medio de la confusión que reinaba en la sala, mientras los engendros abisales se miraban aturdidos, y su infecto sacerdote se desgañitaba intentando arrancar una nueva palabra de gloria para su señor, un millar de bestias, conjuradas de los infiernos, aparecieron entre los monstruosos devotos. El pánico fue instantáneo.
La mayoría de las criaturas sacaron sus armas y atacaron a sus enemigos en un frenesí salvaje, a menudo sin más efecto que el de herir a sus camaradas. En poco tiempo las aguas se tiñeron de rojo mientras una matanza sucedía en silencio. Ni los tajos que cortaban hasta el hueso, ni los gritos de angustia, ni las aguas revueltas podían producir ni un sonido en aquel lugar. La escena era un caos de muerte y angustia, en la que los extraños hombres pez se revolvían atacando a todo lo que se encontraba a su alrededor, sin importar si amigo o enemigo, presas del más absoluto terror y desconcierto. Fue entonces cuando unos nuevos actores se unieron a la función. Mientras el sonido regresaba poco a poco, aumentando su grado hasta extremos insoportables, otros tres filos se unieron a la matanza tomando las espadas de los caídos, abriéndose paso a cuchilladas hacia el monstruoso ídolo.
No hizo falta mucho más para que los abominables pelágicos comenzaran a huir en desbandada. El sacerdote lanzaba gritos monstruosos a su alrededor mientras los parásitos que cubrían su piel luchaban por alimentarse de la sangre y de los muertos. Henk lanzó su arma con todas sus fuerzas hacia la odiosa criatura. La lanza impactó, derramando un purulento fluido del cuerpo del monstruo hacia las aguas, y los pólipos se retorcieron en agonía. Sin embargo, pareciera que el cuerpo del sacerdote hubiera quedado intacto. Consciente al fin de la presencia de las gentes de la superficie en su ceremonia, no se resistió a los deseos de su huésped. Se dejó arrastrar por los parásitos al encuentro con los aventureros, que ya se habían hecho con varias de las extrañas armas de los pelágicos.
- No dejéis que os toque! - les gritó Ilais.
Los tentáculos que eran los pólipos mostraban ahora unos crueles aguijones negros en sus extremos, y se agitaban con violencia en todas direcciones intentando aferrar una presa. La carne del sacerdote se estiraba y retorcía, y el anfitrión aullaba de dolor y éxtasis.
Flecha se escurrió por su espalda y fue a dar un tajo, pero los parásitos extendieron sus tentáculos obligándola a retroceder. Con tan mala fortuna, que perdió pie al resbalar sobre la piedra humedecida con agua y sangre. Henk no perdió un instante y avanzó para amenazar al sacerdote con un tridente, manteniendo las distancias tanto como le era posible. Pero los parásitos se agarraron al tridente y comenzaron a trepar a través del mismo, acercándose a las manos de Henk mientras desgarraban las escamas y la carne de su anfitrión. Henk soltó el tridente como si estuviera en llamas. Ilais avanzó unos pasos, pronunció unas palabras de mando y dirigió su mano hacia el sacerdote pelágico. Al momento el cuerpo de la criatura comenzó a cubrirse de horrendas quemaduras mientras los parásitos se agitaban agonizantes. Con furia demente, el sacerdote se lanzó a la carrera contra Ilais, que se mantenía estática y con la mano extendida, conjurando el fuego contra su enemigo. Henk le interceptó en su carrera y pronunció con firmeza el nombre de Heru. Un gran estallido de luz hizo que el pelágico saliera despedido hacia las aguas. Aunque sin duda había salvado la vida de Ilais, también habría terminado con el vínculo del conjuro, y la bestia volvía ponerse en pie. Entonces, apareció Flecha, y con una certera estocada atravesó el pecho del monstruoso sacerdote.
El cuerpo se retorció un poco antes de quedar quieto… y de pronto, volvió a animarse. O mejor dicho, el parásito sobre él lo animaba, forzando al cuerpo a arrastrarse y desgarrarse sobre el pedregoso suelo en la persecución de su presa. Flecha retrocedía mientras la carne inerte del sacerdote y los repugnantes pólipos la perseguían, acuchillándolos sin piedad y pateando con todas sus fuerzas para mantenerlos alejados. Ilais llegó y conjuró el fuego sobre los patéticos restos de la criatura. El parásito se retorció y ennegreció, hasta morir. Flecha se puso en pie.
- No hay tiempo que perder, tus ilusiones los han espantado por ahora, pero no tardarán en volver.
Con paso ágil, comenzó a trepar por el ídolo profano, liberando a los cautivos. Era horrible comprobar que muchos de ellos estaban ya muertos, su carne infestada por moluscos y parásitos de toda clase. Unos pocos seguían con vida, aunque las fuerzas les hubieran abandonado casi por completo. Entre ellos, se contaba Daiyu.
Cuando consiguieron liberarlo, estuvo a punto de caer, pero los brazos de Flecha lograron sujetarlo.
- Supongo que esto prueba que él no tiene nada que ver con las tormentas. - dijo Flecha radiante. Henk no parecía tan satisfecho.
Empezaron a escucharse ruidos de pasos y chapoteos que venían de diversos túneles. Los pelágicos regresaban. Henk se cargó a Daiyu a hombros, y comenzó a ascender por las paredes de regreso junto a Otavio y su hijo. El tiempo apremiaba. Otros dos marineros habían sobrevivido a la ordalía, de rasgos similares a los de Daiyu, aunque menos marcados. Ilais tiraba de uno de ellos a través de las aguas, y Flecha cargaba a duras penas con el otro. Pero trepar con ellos a cuestas era una hazaña sólo al alcance del portentoso Henk. Pero una vez llegó arriba, se descolgó por el borde mientras Otavio y Jon le sujetaban por los tobillos. Ignorando los arañazos y cortes que las paredes de la caverna le provocaban, Henk izó de esta manera a los dos marineros restantes, y por último, Flecha e Ilais treparon cuando los primeros pelágicos regresaban.
Dejaron atrás aquel refugio profano, cuna de locuras, dejaron atrás las tallas en las paredes, los moluscos brillantes y el monstruoso ídolo. O al menos lo intentaron, pero bien sabían que regresarían a aquel lugar algunas noches, en el reino del sueño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario