- ¡Martilo en su forja! - invocó Henk, imponiéndose sobre la tormenta.
La lluvia sobre su cuerpo comenzó a unirse, a aglomerarse, y de pronto Henk llevaba puesta una armadura de mallas sobre el cuerpo, el agua que la había formado transformada en duro metal. Sobre su cabeza, un yelmo de aspecto magnífico. Ilais a su lado agitó el bastón y pronunció palabras arcanas, que tomaron la forma de un abanico de escarcha que se abalanzó sobre los pelágicos que se acercaban por estribor. No sólo quedaron cubiertos de hielo, muchos moribundos y anclados a la cubierta, si no que la lluvia que caía se convirtió en peligrosos carámbanos que hirieron a otros alrededor. Henk y Ator se situaron en vanguardia, y tras una rápida invocación Ator mostraba ahora otra armadura de mallas sobre su cuerpo, donde debería haber estado un simple coleto de cuero. Flecha sacó dos largos cuchillos, y sonreía despiadada. Ilais se mantenía cerca de Henk, mientras rebuscaba conjuros en su bolsa y en su mente. Los pelágicos llegaron.
Sus armas de hueso y coral, aunque encantadas con profanos conjuros de las profundidades oceánicas, carecían de la dureza necesaria para romper la dura malla. Los guerreros sufrieron varias magulladuras, pero confiando en sus protecciones contra aquellas pobres armas, Henk y Ator tajaban a su alrededor con la fuerza que la desesperación concede. Henk blandía pesadamente su gran espada y con cada golpe saltaba sangre negra y las filas de los pelágicos mermaban. Pero al lado de Ator, parecía estar arrancando las hierbas con la mano, mientras Ator las segaba. Su hacha subía, bajaba, giraba, torcía… y nunca abandonaba limpia su posición. Su escudo estaba siempre donde debía estar, a veces arma, cuando con un poderoso golpe hacía retroceder a un pelágico partiéndole el brazo o las costillas, a veces ángel de la guarda, cuando desviaba (no detenía, desviaba; Ator no era ningún novato) un golpe directo a sus piernas. Flecha bailaba entre ambos combatientes, de alguna manera siempre a salvo, siempre al margen de sus ataques, mientras sus compañeros le cubrían sus cuchillas acudían como llamadas por las gargantas y las manos de sus enemigos, y con ellas incluso desviaba o frustraba los golpes contra sus amigos. Sus heridas a los pelágicos eran una molestia incesante, una picadura quizá no letal, pero sí dolorosa. Los heridos conocían su misericordia, los sanos se convertían en heridos, y al final todos caían. Ilais se mantenía cerca, blandiendo su bastón con ambas manos y golpeando a diestra y siniestra, partiendo cráneos cuando la ocasión lo requería, apartando a los que se acercaban demasiado. Los golpes a su alrededor se detenían justo antes de tocarla, o eran misteriosamente desviados por la invisible mano del destino, conjurada a su favor por la hechicera.
Incluso aquellas monstruosidades primigenias debían conocer el significado del miedo (o quizá fuera algo nuevo para ellas), pues sus ataques perdieron intensidad, sus lanzas dejaron de buscar la carne de sus presas con tanto ahínco. Retrocedieron, y un círculo mortal se formó alrededor de los Cuatro de Largoinvierno, que jadeaban y sangraban por una docena de heridas, pero sonreían. A sus pies, al menos una docena de pelágicos yacían sin vida. Quizá la mitad de los que allí se encontraban.
Ator jadeaba satisfecho, embargado por la emoción de la batalla, dispuesto a todo, capaz de ello. Anbisen estaba ahora allí, frente a sus escamados esbirros (o tal vez asociados), y con los dientes desnudos. Una ola barrió la cubierta, pero la pesadilla seguía allí cuando pasó. Inamovible.
Anbisen avanzó hacia los héroes, los pelágicos formando un pasillo, murmurando y barbotando, sus pálidos y bulbosos ojos siguiendo su imponente figura como el pez sigue el anzuelo. Ahora que lo tenían ante sí, los compañeros de Ator tuvieron que admitir que los relatos del guerrero no tenían nada de exagerado. Había algo terrible e inhumano, monstruoso, en la figura de Anbisen. Provocaba un terror que poco tenía de racional, si bien había razones en abundancia para temerle. Había algo más, despertaba un terror instintivo y primigenio, debido quizá a algo que era demasiado sutil para captar con la mente, como una sombra en el límite de la mirada, o un olor ahogado por una multitud. Había algo, pero no se podía precisar el qué.
Hasta que su piel saltó. La piel de Anbisen se revolvió con vida propia, lanzando zarcillos y tentáculos hacia ellos. Como el impío sacerdote que habían visto en aquella caverna bajo las olas. Una muestra de devoción absoluta, en la que uno se sacrificaba a sí mismo a las oscuras divinidades de las profundidades, a través de la carne ascendido a su magnificencia, alcanzada la comunión definitiva con el objeto de su adoración. Qué celos debían sentir los miserables adoradores de los dioses mortales, de los dioses del mundo bajo la bóveda celeste y no marina, incapaces de sentir tan íntima unión, forzados a mantener su fe en vagas promesas y tenues milagros, pero siempre acosados por la duda, incluso el más devoto de ellos temeroso del silencio, incapaz de saber con certeza si obró bien, si su dios le favorece, si está contento, si realmente le escucha. Anbisen no conocía el silencio, y su amor y su fé eran una certeza absoluta, pues su dios estaba con él, siempre y a todas horas. Era parte de él, y en susurros le informaba de sus deseos y de sus juicios. De su amor, y de sus apetitos.
Henk invocó el nombre de Heru para detener los tentáculos. Ante la visión de un campeón de su dios, y de su propio dios, los pelágicos enloquecieron gritando en extático frenesí, agitando las armas y pateando la cubierta. Anbisen llegó tras su piel, golpeando a Ator con sus manos desnudas en el estómago, toda su fisonomía espantosamente deformada por el parásito que lo cubría, uno de sus ojos arrastrado por el mismo hacia delante cuando había atacado, algunas costillas visibles bajo el manto de piel y carne parásita, la dentadura a la vista deformada en una sonrisa monstruosa mientras la carne se agitaba y convulsionaba. Con hambre. Ator aguantó el golpe formidablemente, aunque ni siquiera la cota de mallas que vestía por la gracia de Martilo pudo detener el impacto por completo. Entonces el parásito saltó hacia delante, en busca de la deliciosa carne humana que ante él se exhibía. Fue obligado a retroceder, sin embargo, ante una enérgica cuchillada de Flecha. Anbisen no perdió el tiempo, y su mano se abalanzó a por el cuello de su enemigo. Flecha tuvo el suficiente sentido común como para saltar hacia atrás, mientras Ator, ya recuperado, descargaba un hachazo sobre aquella masa espasmódica y palpitante. El hacha cortó la voluble carne del parásito, pero los tentáculos lejos de retraerse se abalanzaron sobre la mano que la empuñaba y Ator tuvo que soltarla. Henk entonces apareció a la espalda de Anbisen, y blandiendo su espada con ambas manos cortó a través del costado de Anbisen. La sangre cubrió todo su costado en un momento, e Ilais conjuró entonces escarcha sobre el coloso, tratando de encerrarlo en una prisión helada. La escarcha recubrió su cuerpo formando enormes cristales, pero el orco rugió y la cristalina prisión saltó en pedazos. El parásito entonces se abalanzó ávidamente sobre la herida sangrante, que se cerró casi al instante. Mientras tanto, varios de los tentáculos se abalanzaron sobre Henk, que no pudo retroceder a tiempo. Los tentáculos se aferraron a la cota de malla, y tiraron de ella atrayendo a Henk hacia un fatal abrazo. Se colaron entre los huecos de su armadura, y hurgaron en su carne como taladros, arrancando piel y músculo, penetrando cada vez más hondamente en el cuerpo del semiorco mientras sangraba y aullaba de dolor.
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