Las voces de los pelágicos seguían coreando himbos de victoria para su campeón, el estruendo superaba incluso al de la tormenta que los rodeaba y la embarcación temblaba bajo sus aullidos. Varios de ellos se arañaban y cortaban con sus propias armas, derramando su sangre que barrida por las olas regresaba al mar, una impía ofrenda para dioses durmientes. Anbisen y su criatura aguardaban rodeados de los Cuatro de Largoinvierno, inmóvil Anbisen como una estatua, inquieto su parásito como un niño hambriento hurgando en los restos de su comida favorita, despedazando poco a poco al servidor divino. Distraído por el éxtasis devorador de su deidad, Anbisen fue incapaz de anticiparse a Ator, que golpeó al capitán con el canto del escudo en la cabeza. Sonó un terrible crujido, y Anbisen se tambaleó, la cabeza abierta y sangrando. Flecha surgió en la luz de un relámpago a su lado, y hundió su cuchilla hasta el mango en su costado antes de desaparecer con el trueno. Finalmente el parásito desistió en el castigo del cuerpo de Henk, para regresar a su fiel adorador y sanar sus heridas. El semiorco cayó de rodillas, habiendo abandonado su espada, la mano en el pecho y ensangrentado. Ator no le dio un momento de respiro a su enemigo, y se arrojó contra él con el escudo por delante, empujándolo contra la borda. El golpe pilló desprevenido a Anbisen, que aún estaba recuperándose de sus heridas, y trastabilló varios pasos hacia atrás. Flecha entonces apareció a su espalda, y le puso la zancadilla. Anbisen cayó al suelo de espaldas, y aunque Flecha se apresuró a acuchillarlo una última vez, el parásito estalló en una tormenta de tentáculos que se agitaban furiosos en todas direcciones, sin orden ni concierto, pero que obligaron al cuchillo a retroceder. El cuerpo de Anbisen se retorció de formas grotescas, ahora parecía que el parásito había obtenido el control y reptaba por la cubierta descontrolado, mientras las extremidades de Anbisen se agitaban y rugía poseído por una furia monstruosa. La tormenta se recrudeció.
Los pelágicos abandonaron entonces toda cautela, y se abalanzaron sobre los héroes. En este momento Henk se alzaba, las plegarias al dios solar le habían devuelto la salud, aunque se tambaleaba aquejado por un mal que ni el poder divino había podido sanar, impuesto por los repugnantes tentáculos del dios parásito. Aún y todo, aferró su espada para dibujar un círculo de acero y muerte a su alrededor. Ator junto a él, se cubría con el escudo mientras usaba un largo cuchillo para mantener a raya a los pelágicos. Con ellos resistía también Ilais, golpeando con su bastón cada cráneo a su alcance, los dientes apretados y el gesto compuesto en horror y desesperación.
La criatura en la que Anbisen se había transformado recorría la cubierta agitando sus apéndices sin control, dañando en su frenesí incluso a sus propios aliados. Pero estos, lejos de apartarse o de horrorizarse por las heridas, chillaban y cargaban vigorizados con cada laceración, inspirados por los violentos espasmos de su sacerdote y su dios, cargando a la batalla como si hubieran olvidado por completo su vida propia, convertidos en espectros vengadores, hambrientos devoradores, olas de hueso y coral ávidas por devorar las orillas del mundo. Poco a poco, los Cuatro de Largoinvierno retrocedían. Ilais recibió un corte en su brazo izquierdo, que sangraba en abundancia. A Ator le hirieron la pierna, que ahora temblaba por el esfuerzo de sostener su peso. El veneno en la sangre de Henk ardía como fuego, y su mirada temblaba, su espada perdía fuerza. Flecha contuvo el aliento. Era el final.
Se escuchó un trueno. Le siguió un relámpago. La cubierta del barco de velas rojas estalló en una nube de astillas y pulpa sanguinolenta. El caos surgió entre los pelágicos, que miraban ahora hacia una nefasta forma que se acercaba, con toda la tela desplegada y rompiendo las olas, surcando la tormenta como si el soplo de Manannann estuviera tras sus velas. Y un hombre con un ojo muerto al timón.
Lo más seguro es que nos estará esperando Anbisen no es tonto, y hoy hemos montado un buen escándalo. Así que nos estará esperando. Sus hombres estarán abajo festejando, así que tendrá que recurrir a sus otros aliados. Los pelágicos. Daiyu ya nos dijo que participaron en el asalto al barco de velas rojas, es probable que tengan algún trato.
El problema es, si decide salir del puerto, y llevarnos mar adentro en medio de una tormenta. Estaremos completamente aislados, sin posibilidad de huir. Necesitamos aliados que puedan navegar a través de una tormenta. Y sólo conocemos a una persona capaz de hacer eso.
¿Cómo nos encontrará? No tendrá ni que buscarnos, la tormenta le llevará directamente a nosotros. Pensadlo bien, ¿no es extraño que Ator acabara millas mar adentro en aquella tormenta? ¿O que el barco que preparaba aquella emboscada contra Anbisen pareciera dirigirse a él, tal como Ator nos lo ha contado? La tormenta es una trampa, Anbisen es un pirata y un saqueador, no quiere hacer naufragar los barcos, quiere saquearlos. Las tormentas no hunden los barcos, los arrastran a sus manos.
Nosotros mantendremos ocupado a Anbisen y a los peces. Luego, Amaríz y Cátigo lanzarán el asalto por sorpresa… de acuerdo, el abordaje, por sorpresa. Y todo habrá acabado.
Las cuerdas volaron y los ganchos se clavaron en la madera del barco de velas rojas. Hombres furiosos, ebrios de agua de mar y sedientos de sangre saltaron sobre la cubierta para tomar a sus enemigos. Las espadas de acero cortaron escamas y abrieron las tripas de aquellas aberraciones submarinas como las herramientas de un pescatero. La oleada inicial despejó el rincón en el que los héroes habían caído, que a duras penas se pusieron en pie. El ardor inicial dio paso al terror, cuando los piratas finalmente se encontraron cara a cara con la cosa que era Ormzar Anbisen, el señor de la Ruinosa. Se había erguido, finalmente, pero la mitad de su cuerpo seguía deformada por aquella horrible cosa que era su dios, agitando sus apéndices ansioso por tomar para sí la cálida sangre de las Gentes de la tierra, cambiando en formas monstruosas la anatomía de su anfitrión, alterando la posición de sus ojos, de su boca, mostrando a ratos sus huesos y a ratos incluso sus entrañas. Bajo la lluvia, el rayo y el trueno, la visión era capaz de helar a cualquiera de puro terror.
Anbisen dio un paso hacia delante. Los hombres retrocedieron. La risa de Anbisen sonó inhumana, monstruosa y terrible, como una caja de truenos a dos voces distintas tocada por un hombre loco. Anbisen dio un paso. Los piratas retrocedieron. Anbisen se abalanzó sobre ellos. Los piratas no tuvieron tiempo a retroceder. Los hizo pedazos con sus manos desnudas mientras su dios se alimentaba de ellos, y los demás huyeron llenos de espanto. Los pelágicos recuperaron entonces el coraje. El avance de la marea de espadas se detuvo, para ser sustituida por una marea de sangre. Sangre humana, sangre viva. Con Anbisen al frente, los pelágicos devoraban terreno sobre la cubierta dejando nada más que pedazos a sus pies.
Aún heridos y exhaustos, los héroes de Largoinvierno se unieron a la resistencia, conscientes de que si no detenían la marea de muerte, también ellos se verían arrastrados a los abismos. Rugiendo y ávidos de venganza por la derrota anteriormente sufrida, Ator y Henk (este abrazando plenamente su alma salvaje, su ardiente sangre orca) se abalanzaron sobre Anbisen, frenando su avance temporalmente. Aunque trataban de rodearlo, sus esbirros lo defendían, apenas contenidos por las trémulas espadas de la chusma pirata que representaba la última y fatal esperanza de los aventureros, que ya ni sentían el cansancio, el miedo ni la muerte próxima. Era inútil, sin embargo, y ellos lo sabían.
¿Y cuál es el plan si todo eso falla? Estaremos en mitad del océano, rodeados de enemigos, imposible escapar, imposible vencer… ¿Qué haremos si todo sale mal?
Anbisen, con la victoria en la mano, había acorralado a la tripulación restante contra el puente de mando. Arriba, Cátigo mantenía la vista fija en el horizonte, su embarcación firme y el rostro sereno. Abajo una caterva de hombres… qué digo hombres: piratas deshechos, restos enviados por Despojos contra su amo y señor, contra el amo y señor de estas aguas, y de lo que bajo ellas habita.
- ¡Entregaos voluntariamente a mi - habló una voz que era la de Ormzar Anbisen, pero también la de su inmundo dios - y conoceréis la gloria, el éxtasis de la transformación, del toque de la divinidad y el amor incondicional de aquello a lo que tanto tiempo habéis servido! ¡Enfrentaos a mi, y conoceréis la angustia de un olvido que va más allá de las nieblas y una agonía infinita, una pesadilla formada por vuestras mentes fracturadas por un arrepentimiento sincero! ¡Sacrificaos a mi, y no habrá más miedo, ni dudas, y todo será perfecto y os sentiréis iluminados!
Los piratas temblaban, ninguno entendía lo que aquella monstruosidad de carne palpitante decía. O casi ninguno.
- Patético. Vuestra debilidad será purgada, sublimada por la carne de los dioses. Y comenzaré por las cuatro ratas que hoy al amparo de la noche abordaron mi barco de velas rojas.
- ¡Cinco!
Anbisen torció rápidamente la cabeza hacia lo alto, donde vio subida a las jarcias, la esbelta figura de Flecha, con un arco en la mano izquierda, y un puñado de flechas en la derecha. Inútiles, de todas maneras, con aquella tempestad.
Si todo lo demás falla, Flecha hará lo que mejor se le da: ser un incordio.
- Tienes fama de imbécil, Flecha, pero creí que llegarías a contar. Hay tres de Largoinvierno aquí ante mi, y un cuarto sobre mi cabeza. Tu dramática revelación, estúpida sin duda, no es ni una sorpresa para mi, ni resulta correcta tu cuenta. Baja, y deja de avergonzarte.
- Sé contar, bicho. Cinco.
- Cinco. Insistes, pero sé bien que cuatro llegasteis al puerto, fuisteis cuatro los que atacasteis a mis hombres en una de sus rondas de… reclutamiento, y cuatro los que entrasteis por las Puertas de Bronce, porque cuatro son los Héroes de Largoinvierno, y cuatro pereceran esta noche.
- Parecías listo, bicho, pero va a resultar que eres más tonto de lo que parece. Todo lo que has dicho es cierto, palabra por palabra. Y aún así, te equivocas. Cinco es nuestro número esta noche, y cinco éramos los que abordamos el bote.
- ¡No trates de confundirme, lengua de niebla! ¡Sólo vi cuatro sobre el puente!
- Bueno, ahí está el truco. - le dijo Ilais desde el fondo de de la formación, una desafiante sonrisa dibujada sobre su cansado rostro.
El pecho de Anbisen estalló en una flor carmesí con un pistilo de pura plata que reflejaba el magno destello de los relámpagos. Surgió una conmoción alrededor del temible capitán e impío sacerdote, los pelágicos lanzaban gritos que incluso una criatura humana podían comprender como de contricción y angustia, mientras el amo y señor de Despojos, el amo y señor de aquellas aguas y de lo que bajo ellas habitaba, luchaba por mantenerse en pie, la cosa que lo habitaba luchando por abandonar el cuerpo mientras el toque del aquel dardo de plata en el pecho del gigante lo quemaba como fuego sagrado. Y a la espalda del monstruo, Otavio sostenía una espada recta de hoja leve como un suspiro pero firme como una creencia, adornada con bronce en la empuñadura y un bordón teñido de rabia adherido a la misma.
El último sortilegio de Ilais llegó a su fin.
Flecha será un incordio, para que Otavio pueda apuñalarlo con la espada mágica.
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