Makel escuchó canciones al otro lado de la puerta. Le extrañó, hacía semanas que no oía canciones tras esa puerta, y pensó esperanzado que quizá fuese una señal más de Dragón, que por fin acudía en su socorro. Abrió animosamente, y quedó más bien descolocado ante la escena que se le presentaba.
Un enorme bárbaro cantaba con una
voz que hacía temblar las paredes en un idioma del todo extraño, con una jarra
en cada mano, mientras un grupo de hombres heridos y desastrados lo coreaban,
incluyendo un desconocido de aspecto impoluto.
El tabernero tras la barra
sonreía y escupía algún diente de vez en cuando, sirviendo una jarra tras otra,
con una fea brecha abierta en la cabeza de la que manaba sangre sin cesar, a
menudo mezclándose con la bebida.
En una esquina se hallaban los
restos de lo que debía haber sido una silla, y uno de los braseros se hallaba
medio vacío e inclinado, con una buena porción del suelo quemada cerca.
Olvidándose por completo de la
ventisca que dejaba a sus espaldas, Makel intentó vanamente comprender lo allí acontecido.
- Padre, entre de una maldita vez
y cierre la puerta o perderé otro dedo.
Con un gesto mecánico, el Padre
Makel, sacerdote del Sagrado Dragón, hombre mayor y curtido, alegre y afable,
que a la pronta edad de 15 años había decidido dedicar su vida a mayor gloria
de Dragón, dio un paso al frente.
Tras él entró Xeldon, el
misterioso jinete, que tras mirar la escena alzando una ceja, se encogió de
hombros y avanzó hasta la barra para tomar una de las jarras.
- ¡Mirad, camaradas, este es el
hombre que nos trajo aquí!
Karb desde su mesa señaló con una
de las jarras al hombre de negro, que ni se inmutó ante la mención
- ¡El Norte se lo lleve y Dragón
lo bendiga! - brindó Srutis, que bebía con la izquierda pues la derecha la
mantenía inmóvil en una suerte de cabestrillo improvisado.
- ¡Qué árpaves ha pasado aquí!
Makel, cansado de elucubraciones,
había optado finalmente por la vía directa. Como sacerdote de Dragón, su
posición era al menos tan importante como la del alcalde de la villa. Todos fueron
callando y dejaron que el tabernero, que casualmente era el alcalde de la villa,
hablara, aunque muy difícilmente podría decirse que el ambiente festivo hubiera
desaparecido.
- ¡Oh, qué bueno verte aquí,
Makel! ¡Ven que te sirva un trago! Bien, eso es... Pues verás, estos dos
hombres - los presentes corearon sus nombres y brindaron a su salud - acudieron
a la taberna en busca de refugio. La desconfianza nos hizo recibirlos de malos
modos (ya sabes cómo andamos), pero tras un sano intercambio de opiniones y unas
monedas de este caballero - los presentes corearon fervorosamente el nombre de
Ithal y brindaron a su salud - nos tomamos una jarra, y a esta le siguió otra,
y a estas una tercera, y así hasta ¿Cuántas llevamos, chicos?
¡14! Corearon animadamente los presentes,
y brindaron a su salud.
- Pues eso, mi buen Makel, pues
eso.
El sacerdote sonrió cansadamente.
Conocía bien los "sanos intercambios de opinión" de Jurgrend, y por
lo que parecía esta vez había perdido el debate. No tenía idea de cómo habían
logrado reconciliarse con él después (especialmente con un bárbaro), pues
Jurgrend no era de los que se vendían, pero ahora poco importaba. Había cosas
más importantes que tratar.
- Jurgrend, te presento a Xeldon.
Ya hemos hablado de él.
El jinete misterioso se alzó y
avanzó hasta situarse frente al tabernero, que lo miró con cierto temeroso
respeto. Miró con asombro las armas que portaba, que eran muchas y todas de
aspecto temible, al igual que la pesada armadura que entreveía bajo aquellas
ropas negras.
- ¿Es él? ¿El artenio que
conociste en Nesareba?
- Así es. No sé que asuntos le
han traído aquí, pero ha sido una grata sorpresa que apareciera.
Karb miró con interés a aquel
hombre. Nunca había oído hablar de los artenios. Pero Ithal sí. De hecho había
matado a unos cuantos. Con la tormenta y las ropas que ocultaban las armas del
jinete le había sido imposible determinar su procedencia (al fin y al cabo no
se diferenciaban tanto de los delineses, y este era especialmente alto), pero
ahora quedaba clara. Los artenios, los jinetes del norte, llegados hacía ya
siglos desde el este, se habían asentado en la ribera del Art, el gran río
oriental, y allí habían formado su nación. Los artenios eran guerreros por
vocación, pero carecían de un ejército regular. Eran convocados en tiempos de
guerra, y mientras tanto la mayoría actuaban como espadas de alquiler, oficio
que desempeñaban con gran maestría. Podría decirse mucho más sobre ellos, pero
no es este el momento ni el lugar (probad si no a dar clases en una taberna
plagada de borrachos, a ver cuántos os escuchan).
- Pero en fin, el viaje ha sido
largo y mañana debo continuar, así que si no os importa, estaría bien que
dejaseis la fiesta. Cenaré algo de carne con una jarra más de esta excelente
cerveza y me iré a dormir.
El artenio soltó una moneda de
plata que el tabernero, a pesar del golpe y la embriaguez, fue capaz de coger
al vuelo (tan buen comerciante era).
Los parroquianos, recuperado
mínimamente el sentido común, pensaron que también era hora de ir retirándose,
pues a todos los esperaban en alguna parte.
Animadamente, Karb e Ithal
pidieron también la cena, si bien algo borrachos aún, y compartieron esta con
Jurgrend, Makel y Xeldon. Una vez terminada, el alcalde les acompañó escaleras
arriba, cada uno a una habitación. Se despidió, compartió una última jarra con
el clérigo y tambaleándose se dirigió al pequeño edificio anexo donde dormía su
familia.
Karb y Xeldon roncaban
sonoramente, escuchándose incluso a través de las paredes, e Ithal, que siempre
había sido de sueño ligero, se hallaba en una especie de duermevela de la que
salía sobresaltado con aquellos especialmente fuertes. Harto ya, decidió
levantarse un momento y contemplar, si le era posible, las estrellas. Por algún
motivo, aparte del obvio, era incapaz de conciliar el sueño. Se sentía
inquieto.
La ventisca al fin había
amainado, dejando una nada desdeñable capa de gruesa y esponjosa nieve que
alcanzaba casi hasta las ventanas del primer piso. El cielo se había despejado,
y se podían observar con un brillo diamantino a los sagrados astros allí
arriba. Stardas le dijo una vez con los ojos brillantes, que le recordaban a
Delinade, y desde entonces a Ithal le gustaba mirar a las estrellas, buscando
en las constelaciones el rostro de su madre.
Un grito cercano lo sacó
bruscamente de su ensimismamiento. Era un grito ahogado, que transmitía espanto
y sorpresa. Y era un grito de mujer. Raudo tomó Ithal sus armas y vistió sus
pantalones, bajando de un salto las escaleras que llevaban a la taberna. Apenas
vestido y con el sgeltus en la mano, salió el joven delinés al frío imposible
de la noche norteña, deshaciéndose su aliento en fantasmales formas. Observó
cómo la casa vecina ardía, mientras al menos diez sombras de negro se
abalanzaban sobre formas de blanco, cuatro nada menos, y a duras penas
sujetaban una masa vociferante, de gruesos bigotes, cuyo lenguaje hubiese hecho
palidecer al mismo Corm.
Sin dudarlo ni un momento, Ithal
se lanzó a por aquellos hombres con hielo en su mirada. El primero apenas tuvo
tiempo de girarse al advertir las pisadas, siempre silenciosas a pesar de la
carrera, de su atacante sobre la nieve. El sgeltus atravesó su pecho y la daga
su garganta. Cayó sin emitir un quejido siquiera. Ahora que los veía más de
cerca, Ithal pudo observar que llevaban los rostros cubiertos, mostrando tan
solo sus ojos. Curiosamente, todos de un color azul celeste.
Sin detenerse demasiado en estas
consideraciones, Ithal saltó a por el siguiente individuo, que logró hábilmente
bloquear con su espada el filo del muchacho, aunque no tuvo tanta suerte con la
daga, que hincándose profundamente en el costado de su agresor lo dejó tendido
en el suelo en un charco cada vez mayor de sangre.
Es obvio que sus compañeros no
habían estado perdiendo el tiempo. Ithal se lanzó, por puro instinto, hacia
delante, evitando por los pelos una espada que bien podría haberle decapitado.
Habiendo tomado una cierta
distancia, Ithal miró un momento a sus oponentes. Seis seguían tratando de
sujetar a las víctimas, por lo que solo dos se oponían (por ahora) a él. En
circunstancias normales no sería un gran problema, pero desde hacía unos
momento no sentía los dedos de los pies ni su nariz, y le costaba mantenerse
firme sobre la nieve. Bueno, podía intentarse.
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