Uldar tosió levemente, tomando el relevo de la conversación. Parecía que lo que iba a contar ahora no le resultaba en absoluto fácil. Casi parecía atemorizado.
-
Capturamos a uno de los asaltantes y lo
interrogamos. Cuando le preguntamos sus motivos, tan solo respondió: “Porque el
Conde de Nagero así lo quiere”. No dijo nada más, aparte de incoherencias, a
partir de ese momento. Estaba completamente loco. Cuando fuimos a la mañana
siguiente, había desaparecido. La celda aún estaba cerrada, y el cepo en el
suelo, cerrado todavía, pero ni rastro del hombre. – Uldar.
Un
silencio se impuso sobre los hombres que se encontraban en la sala, un silencio
supersticioso e inquieto.
-
Parece cosa de hechicería. – Ithal.
El resto de los hombres asintieron, pálidos. Karb frunció el ceño. Entre los surnitas, se contaban historias de brujos mezquinos y malignos hechiceros, y se les tenía por lo general poco aprecio, pero no compartían con los delineses esa superstición tan cercana al miedo. Durante las Guerras Sombrías nunca fueron sometidos a los erigios, y por lo tanto nunca habían conocido sus horrores.
Tampoco
palideció Xeldon, si no que sus ojos parecieron brillar con un sentimiento
cercano al deleite. Poco le debió faltar para relamerse. Inclinándose sobre la
mesa y sin perder el destello en sus ojos, miró intensamente a Uldar y le hizo
una pregunta.
-
¿Dónde están? ¿De dónde salen esos hombres?
-
Vienen del bosque, y el único lugar en el que
podrían encontrar refugio es el viejo castillo. Pero…
-
… pero el bosque está maldito, ¿no?
Una
figura había aparecido en la puerta. Cualquiera diría que llevaba allí desde el
comienzo de la conversación, pero nadie la recordaba, como tampoco recordaba
nadie que la puerta se hubiera abierto.
Se
trataba de una anciana decrépita, de aspecto entre centenario y milenario. Si
hubiesen dicho que aquella mujer había visto cómo se plantaba la primera
semilla del primer árbol del mundo, bien podría haber sido cierto. Sonreía a
Uldar con cierta sorna, y sus ojos brillaban con fina inteligencia y algo de
simpática malicia.
-
Itris…
-
Makel… Por favor, retened vuestro entusiasmo
ante la presencia de esta anciana. Me sentaré, no es bueno para mi edad
mantenerse tanto tiempo en pie.
La
anciana, Itris, se dejó caer sobre uno de los asientos sin dejar de aferrar su
bastón. Tras tomar aliento por un momento, se inclinó sobre la mesa y sonrió.
-
Así que les hablabais a estos jóvenes del
bosque… ¿No habéis mencionado los árboles asesinos, o la malvada bruja que vive
en la linde junto a la aldea? Dicen, por cierto, que es arrebatadoramente
hermosa.
Abrió una
amplia sonrisa mostrando una dentadura en la que si no faltaban la mitad de las
piezas es que no faltaba ninguna.
-
No, Itris, no les hemos hablado de ti… Estamos
tratando temas importantes, anciana, no tenemos tiempo para tus supercherías.-
Uldar.
-
¿No estabais hablando de supercherías cuando he
llegado? En algo tienes razón, viejo barrigudo, lo que hay en ese castillo no
es algo a lo que cualquiera pueda hacerle frente. El artenio sabe de lo que
hablo.
Xeldon
lanzó un gruñido hacia la vieja, que sonrió amablemente y miró a los jóvenes.
-
Vosotros… Bueno, Karb y ¿Ethal?
-
Ithal, señora.
-
Eso, Ithal, tienes un nombre complicado de
leer, chico.
-
Disculpa, Itris, ¿eres acaso una soryna?
Karb,
desde su asiento, miraba inquisitivamente a la anciana.
-
Oh, claro, eres un surnita… Bueno, no, no
exactamente, me faltan algunos secretos, y tendría que ser una bárbara para
serlo. Pero digamos que algunas similitudes hay.
Karb se
quedó un momento pensativo, y a continuación asintió con la cabeza.
-
¿Qué consejo tienes para nosotros?
-
¿Consejo? ¿Esta vieja? Cierto que es hábil
cosiendo heridas y curando gripes, pero esto es un asunto serio, de armas y
valor.- Srutis.
-
Es una soryna, o camina en la vía de una,
portadora de la sabiduría de Mahir. Sería de necios no escuchar su consejo. Y
no creo que haya venido a presentar sus respetos. Es obvio que sabe que no es
bien recibida.
En otro
momento, Srutis no hubiese dudado un momento en decirle a aquel bárbaro piojoso
lo que opinaba de su diosa y sus sorynas, pero había visto muy de cerca lo que
el bárbaro hacía con los que lo ofendían, así que se limitó a gruñir y a
escupir al suelo.
Sonriendo,
Itris metió la mano en uno de los bolsillos de su túnica y sacó lo que parecían
ser dos amuletos hechos a mano, dos sencillas placas de madera no mayores que
un pulgar con una runa (la misma) de color verde tallada en ellas.
-
Más que consejo… Un presente.
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