Cualquiera en su situación hubiese huido. Recogido
rápidamente las cuatro cosas que poseía desperdigadas por esa infecta
habitación, saltado por la ventana y desaparecido en la noche entre
enloquecidos gritos de terror y espanto. Cualquiera, pero no él. En ocasiones
ser un héroe era una cosa muy desagradable.
La chica apenas vestida sobre el colchón se hallaba más
pálida que un vampiro, el natural color carmesí de sus mejillas había volado
cabalgando el miedo. El blanco y semitransparente camisón no era suficiente
como para ocultar sus elegantes formas femeninas, que nada tenían que ver con
las burdas proporciones de las campesinas mourntallanas. Su pecho subía y
bajaba aceleradamente impulsado por el terror que la criatura en la puerta le
inspiraba, cuya horripilancia tanto contraste marcaba con la casi divina
belleza de la doncella.
Con tan solo su espada en la mano, semidesnudo, sin ni uno
solo de sus talismanes puestos, con el cinturón desabrochado, dispuesto
(obligado) a enfrentarse al monstruo.
Oh, sí, en ocasiones ser héroe podía ser muy desagradable.
Me llamo Maharb van Hollied, y soy de… bueno, soy de muy
lejos. El caso es que ahora estoy en Vermigor, en Mourntall, para más señas.
Donde exactamente es difícil decirlo, es lo que tienen los viajes en carreta e
inconsciente. El paisaje a mi alrededor es una sucesión eterna de temibles
picos montañosos ocultas en sombras que nada halagüeño prometen. El carretero,
cubierto con un gran sombrero gris, fuma melancólicamente dejando un etéreo rastro
por el delgado desfiladero.
Al fondo del valle pequeñas aldeas al borde de oscuros bosques se
apilan junto al exiguo río. El ambiente es depresivo y oscuro, negros pájaros
vuelan de un pico a otro en busca de carroña y sus alas cortan los fríos vientos
invernales dirigiéndolos a oscuros torreones dejados por viejos señores que
fueron incapaces de retener sus dominios frente al mal de esta tierra.
- Carretero, ¿qué lugar es este?
- Dunkeldorf, caballero, malas tierras. La familia
Schwarzdrach las gobierna desde hace generaciones, para nuestra
desgracia.
El carretero escupió al suelo con mala saña. Me sorprendió
gratamente su valor, no muchos son capaces de hablar así de sus señores, los
castigos que estos aplican sobre los campesinos son absolutamente despiadados.
El carretero era ya viejo, rondaría los cincuenta años, quizá por eso no
temiese decir esas barbaridades.
- - ¿Tan malos son? – pregunté intrigado; un héroe
siempre anda a la caza de alguna misión, y no sería la primera vez que una casa
de nobles juega con cosas que deberían permanecer hondamente enterradas.
- - No, son como cualquier otra casa noble. Unos
arrogantes follamadres. Lo malo es que están malditos, y con ello maldicen
también esta tierra.
Aguardé en silencio a que el carretero continuase con su
historia, las maldiciones siempre son un tema escabroso y apasionante, aunque
rara vez suele haber algo más aparte de demasiada sangre de la familia mezclada
generación tras generación.
- - Esta región era muy rica hace ya un par de
siglos, cuando mi abuelo aún vivía. Nuestro último señor, del que algunas
historias dicen que era un buen hombre pero que yo apostaría mis ocho dientes a
que no era más que otro avaricioso malnacido, murió sin herederos (hay quien
encontraba sospechoso que no hubiera sirvientas en esa mansión, y tan solo
muchachos) y la casa pasó a manos de los Schwarzdrach. Al principio todo fue
bien, como siempre, según cuentan, así que decir bien quizá sea exagerar, pero
entonces empezaron los problemas.
Pero aún así la casa sobrevivía,
que Valion me explique cómo, pero sobrevivía… para nuestra desgracia. Con el
tiempo la mayoría de los campesinos se marcharon o murieron, la casa perdió a
casi todos sus guardias y ahora esto es lo que queda de Dunkeldorf.
El carretero detuvo a su mula a la entrada de una pequeña y
ruinosa aldea, en la que tan solo un par de mujeres recorrían la calle a pesar
de la hora (que por otra parte es bastante difícil de discernir en la región debido al cielo
encapotado que tan solo permite que se filtre una luz grisácea). El arco de
entrada al pueblo, en el que debería leerse el nombre de la población, se
hallaba roto y carcomido. Como héroe y cazador de brujas lo cierto es que he
estado en muchos sitios deprimentes y
aterradores, pero este resultaba con creces uno de los más desoladores
que yo nunca hubiera pisado.
- - Bienvenido a Dunkeldorf, caballero.
El carretero golpeó con el látigo a la mula, que volvió a
ponerse en marcha atravesando el pueblo.
Mientras caminaba por aquel cementerio habitado (no se me
ocurre una metáfora mejor), las mujeres, duras campesinas de mirada arrugada,
se apartaban de mi camino llenas de desconfianza. En los ojos de
los pocos niños que pude ver, no leí la natural curiosidad de los de su edad,
sino un miedo profundo y espantoso. Lo que aquellas criaturas hubieran visto no
estaba seguro de querer saberlo.
- - Disculpe, señora, ¿sabe de algún lugar donde
pasar la noche? Soy un viajero agotado al que le gustaría reposar en un buen
lecho.
Con un hosco gesto de la cabeza, la mujer me señaló un
edificio del que colgaba un maltrecho cartel. Al acercarme un
poco, pude ver que en él estaba dibujada (mejor dicho, que en otro tiempo había
estado dibujada) una jarra de cerveza
sobre una cama. Incluso ese alegre y común cartel tenía aquí un algo de
deprimente que invitaba (así como quién no quiere la cosa) al suicidio.
Suspiré, mejor eso que nada. Cuando me preparaba para abrir la
puerta (una puerta vieja, gastada, húmeda y podrida), algo me llamó la
atención. Alguien, a decir verdad. Al fondo de la aldea, en la puerta por la
que yo había entrado hacía escasos momentos, se hallaba puesta en pie una
blanca figura de largos y preciosos cabellos negros. Cierto que en el momento
no vi su rostro, pero ya entonces estaba convencido de que debía ser la cosa
más hermosa presente en todas aquellas montañas.
La muchacha se mantenía inmóvil bajo el arco; intrigado,
comencé a acercarme, adoptando mi infalible actitud de galán misterioso. No sé
si fue a causa de mi encanto o a otras razones ajenas a mi control, que en ese
momento la hermosa figura se derrumbó. Avancé alarmado a toda prisa hasta
llegar a ella. Las últimas personas de la aldea parecían haberse encerrado
definitivamente en sus hogares, por lo que nadie más la vio. Ahora
que estaba junto a ella y podía observar con más detalle sus facciones, quedé
sinceramente maravillado. Tal como había sospechado, la muchacha era una
auténtica belleza. Su piel pálida contrastaba profundamente con sus cabellos
negros como pluma de cuervo y sus labios color rubí. Sus facciones estaban aún
marcadas por la redondez de la adolescencia, pero lo suficientemente endurecidas
como para advertir en ella los rasgos de la madurez. Sus dientes, pequeñas
perlas de marfil, asomaban tentadores a través de sus carnosos labios, tan
apetecibles como manzanas maduras.
Al alzarla del suelo mis manos aferraron su delgada figura
casi con devoción, sintiendo sus delicadas formas. Respiraba débilmente,
exhalando suaves nieblas de su aliento. Hermosa como era, era para mí del todo
impensable dejarla allí con la noche de invierno casi encima, así que la alcé
en brazos, tan ligera como una pluma.
A medio camino de la posada, ella despertó sobresaltada, mas
al ver mi rostro pareció tranquilizarse.
- - Caballero, ya me encuentro mejor, podéis
dejarme.
Lamentando tener que soltarla, pero cumpliendo con sus
deseos como todo héroe que se precie debe hacer, la dejé en el suelo. Se
sacudió graciosamente el vaporoso vestido, blanco como si vistiera un fantasma,
y se inclinó ante mí.
- - Mil gracias por su auxilio, caballero. Decidme,
¿es esto Dunkeldorf?
Por su forma de hablar, era claro que no se trataba de una
campesina. Su levemente afectado tono indicaba una alta cuna, mas ¿qué haría
alguien así en este pueblo maldito?
- - Sí, señorita, pero decidme, ¿cuál es vuestro
nombre?
- - Elisabeth, podéis llamarme. Llevo un largo
camino, y desearía dormir y recuperarme, ¿lleváis algo de vino con vos y un
poco de carne?
- Podéis llamarme Mahrb. Y no, yo no lo llevo, pero en la
posada estoy seguro de que hallaremos de ello en abundancia. Acompañadme.
Pasando mi mano sobre su hombro, la guié hacia el
interior de la posada. Cuando entrábamos, caían los primeros copos. Con un poco
de suerte nevaría lo suficiente como para mantenernos encerrados con tan solo
nuestra mutua compañía durante un par de días. Hay que admitir que de vez en
cuando Valion se porta.
Disfruté mucho viendo las diveridas e inocentes
maneras de Elisabeth en aquella posada de mala muerte. No es que se
sorprendiese o mirase con asco lo que le rodeaba, sino que ella (toda ella)
resultaba fuera de lugar.
La forma en la que cogía los cubiertos, en la que masticaba,
en la que se limpiaba su arrebolada boca con aquel infecto trapo que había
recibido a base de insistir por una servilleta.
Debía realizar esfuerzos visibles por no reírme, pero ella
no se daba cuenta (o eso esperaba yo en base a mis proyectos de futuro inmediato).
Tristemente, no había carne, pero como todo el mundo sabe,
una de las mayores propiedades alquímicas del oro es la transmutación: es capaz
de convertirse en prácticamenete cualquier cosa. Así pues, hice un buen uso de
la susodicha propiedad e hice aparecer mágicamente un buen asado (supongo que
el posadero lo estaría reservando para su familia, pero el haber pagado cuatro
veces por su valor bien valía una noche de hambre) junto con una botella que no
dudaría en calificar de veneno puro (tras el segundo trago cambiamos sabiamente
a cerveza, que se quedaba en una mera bazofia).
La cena fue bastante animada, le conté un par de mis
aventuras, ella habló un poco de sus hermanos (con un tono algo triste, la
verdad, pero ya me preocuparía más adelante), y hacia el final de la velada cantamos algunas canciones.
La cosa fue muy bien, demasiado bien quizá, pero como ya he
dicho, a veces Valion se porta, y estaba convencido de que aquella era una de
esas veces (y maldita sea, seis jarras de cerveza te ayudan a creer en lo que
sea).
A eso de la medianoche, el posadero, un hombre grasiento y
orondo de bigote canoso y manos como jamones, nos entregó las llaves mientras
Elisabeth se agarraba a mi cintura para no caer.
Su elegancia había adquirido nuevas dimensiones cómicas al
mezclarse con el alcohol, y la verdad es que estaba más guapa que nunca.
Subimos a la habitación entre risas tontas, tropezones… y
besos. Entramos, la tumbé en la cama, me quité la camisa… y
apareció aquel muerto viviente en la puerta.
¿Allí nos habíamos quedado, verdad?
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