El surnita creció, alcanzó sus diecisiete inviernos como uno de los mejores guerreros entre sus hermanos. Su padre, que de joven había aprendido junto al chamán, le enseñó el arte de la forja y los cánticos que se debían entonar para imbuir a estas armas de un espíritu que las hiciese fuertes, así como el uso de su voluntad para ordenar el mundo salvaje. Su madre le dijo que el corazón de aquella bestia que había asesinado en el interior del Cuerno de Diretion encerraba poderosos secretos, y que la guardara siempre cerca, y así lo hizo.
Su familia no vivía en el poblado, sino un algo más alejados, ya en la montaña. Su madre, Marid, era una soryna, una chamán de Mahir, y a menudo acudían de la aldea a pedirle cura y consejo. Su padre, que había ido a visitarla para pedirle que curase a su padre, quedó enamorado de ella, y a pesar de ser el aprendiz del chamán, renuncio a su posición en el castro para vivir junto a su amor. Karb tenía además dos hermanos, Ator y Ezak, ambos menores que él.
La primavera siguiente a su prueba Karb recibió el único regalo que su padre le hizo nunca. Un cuchillo maravillosamente forjado cubierto de signos que su propia madre había inscrito. Gars, su padre, murió pocos meses después en un alud mientras se dirigía a la aldea a comerciar. Karb tuvo que hacerse cargo de sus dos hermanos y cazar para alimentarlos, pues su madre ya no era tan joven como cuando conoció a su padre en los bosques.
Pero conforme pasaban las estaciones, Karb pasaba cada vez más tiempo en lo alto de las montañas, buscando con la mirada el final del horizonte. Había tierras más allá de los valles surnitas, lugares cálidos con hombres de piel oscura, grandes aldeas construidas con piedra y sostenidas por hombres que vestían de seda, lagos infinitos que se tragaban el sol cada noche. Sus ojos se iluminaron con la llama de viajero, e Innevin susurraba a sus oídos con sueños de mujeres hermosas, bestias imposibles y grandes tesoros.
Pero Karb acallaba estas voces. Era un surnita, su madre y sus hermanos dependían de él. Como muchos de sus hermanos, no saldría del valle hasta que llegaran los vientos de la guerra.
Triste por estos pensamientos, el bárbaro recogió los aparejos y la pieza que había tomado (un hermoso ciervo de imponente cornamenta al que había perseguido por toda la montaña), y pesadamente cargado inició el camino de vuelta. Se acababa el otoño, y haría falta comida en abundancia para sobrevivir un invierno más.
Vio el humo mucho antes de llegar. Arrojando su presa al suelo, pues lo retrasaría, avanzó a la carrera a través del pedregoso terreno, evitando ágilmente los árboles que se interponían en su camino. Al llegar, respirando agitadamente, se encontró con su hogar ardiendo, y sangre y pisadas por todo el lugar. Los amuletos de protección que su madre había tejido estaban destrozados colgando de las ramas de los árboles. Había también varios cuerpos, todos ellos extraños, bien armados y con ropas extrañas de color negro.
Pálido e iracundo, Karb se lanzó al infernal interior de la casa.
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