Caminando entre las ardientes ruinas de su hogar como si de una bestia del infierno se tratase, el bárbaro alcanzó su arcón. Descargó un terrible golpe contra la humeante madera, partiéndola en pedazos, y allí, reluciendo gélida entre las llamas Innevin le prometió muerte, dolor y venganza. La tomó con calmada cólera, y las llamas parecieron palidecer a su alrededor.
Salió rodeado de ira y llamas, cubierto por cenizas. No había ni una sola quemadura sobre su cuerpo y sus ojos destellaban en la penumbra del atardecer. Sin esperar ni un segundo, se lanzó como una tormenta tras los captores de su familia.
Con su conocimiento del terreno y sus finos sentidos no tardó en darles alcance. Eran una compañía de al menos 20 hombres, 15 de ellos soldados, uno que vestía un ridículo casco emplumado y cuatro hombres con togas que no hacían más que quejarse a cada paso por el barro, la humedad y el frío.
Su familia marchaba encadenada junto a otros hombres y mujeres. Ator y Ezak avanzaban a trompicones, con las ropas teñidas de sangre, desfallecidos y famélicos. La comitiva llevaba también un carro en el que transportaban algunos objetos de valor junto a los cuerpos de varios soldados inertes, sin duda asesinados por sus hermanos durante la refriega.
Impulsivo aún por su juventud, Karb cargó con furia homicida contra la compañía, sumergiéndose casi al instante en un torbellino de sangre y muerte. A pesar de sus escasos años, alcanzaba ya el metro noventa, y su poderío físico era admirable. Cinco hombres cayeron antes de lograr apresarlo, uno decapitado, dos con las tripas fuera, otro con el cráneo hendido y el último con una espada en el pecho.
Fue encadenado junto a sus hermanos, y Karb lloró en silencio por su impotencia.
Durante los siguientes días el surnita mantuvo sus sentidos alerta, dispuesto a escapar a la mínima oportunidad. Así se enteró de que aquellos hombres eran mercenarios esclavistas, contratados por los hombres con togas (que por alguna razón buscaban con especial ahínco sorynak y chamanes).
Su hermano menor murió a las dos semanas, por la infección de sus heridas. Lo abandonaron junto al camino, sin siquiera despedir su espíritu. Tenía 11 años, los mercenarios contaban con que no sobreviviría. Su otro hermano resistía, aunque a duras penas. Karb lo arrastraba tanto como le era posible, y trataba de limpiar y cuidar sus heridas. No le permitían hablar con su madre, que sin duda hubiese logrado sanarle en un momento, y Karb no se decidía a escapar, aunque se le presentaron un par de ocasiones, pues no podía abandonarlo.
Finalmente, una noche Ezak, jadeando y pálido como un muerto, se apoyó sobre su hermano, le dijo que no podía seguir siendo una carga, le dio las gracias y murió. Karb lloró amargamente durante unos minutos, abrazado al cuerpo muerto de su hermano.
Tras despedirse, se libró de sus cadenas, se puso en pie y se dirigió hacia el campamento. Había aprendido que no podía cargar sin más contra aquellos hombres, y más ahora que se encontraba débil por las pésimas condiciones en las que había pasado los últimos días, así que primero se deslizó con la gracia de un felino hacia el carro donde cargaban el botín y a sus muertos. Los esclavistas se entretenían alrededor del fuego pasándose a Innevin, que destellaba ofendida, de uno a otro jaleando sus impías hazañas. Con cuidado cogió del montón el cuchillo de su padre, y después dejó que los mercenarios le vieran antes de huir hacia el bosque. Cuando fueron tras él, los cazó uno a uno, con letal crueldad. En el campamento solo quedaron dos mercenarios, el tipo del casco con plumas que parecía ser el jefe y los hombres de las togas, aunque estos último ni siquiera merecían tenerse en consideración, pues eran ancianos e iban desarmados.
Karb salió de entre los árboles como un león ensangrentado, sonriendo malévolamente, con el cuchillo de su padre en una mano y una de las espadas de los mercenarios en la otra, una espada corta y gruesa con una guarda que cubría la mano entera, una esfalta, traída de tierras lejanas. Estupefactos, los hombres tomaron sus armas. El primero cargó contra él con su filo en alto. Karb le lanzó una piedra que impactó directa en su frente y lo dejó sin sentido. Los otros dos permanecieron en su sitio. Los hombres de las togas ni siquiera habían aparecido. Lentamente, sin perder su sonrisa, Karb avanzó hacia ellos. Al pasar junto al soldado caído, le seccionó la garganta sin mirar, y el hombre realizó un par de gorjeos antes de morir ahogado por su propia sangre. El de las plumas fue el primero en atacar, lanzando una estocada directa al pecho. Karb la desvió conel cuchillo y utilizó la esfalta para lanzar un tajo a la altura de la cabeza, que el plumoso evitó a tiempo, quedando tan solo una mella en su casco. El surnita aprovechó el retroceso de su oponente para cargar con un salto y golpear con ambas armas, pero el jefe fue más rápido e interpuso su espada en la trayectoria, quedando su rostro a escasos centímetros del de el bárbaro. El golpe resultó ser de una fuerza brutal, pues la espada del jefe se agrietó en el lugar donde la esfalta había golpeado. El soldado aprovechó ese momento de aparente apertura de Karb para lanzar un tajo al estómago, pero la aguda intuición del bárbaro le avisó a tiempo, y se retiró de un salto hacia la izquierda. Apenas tocó el suelo saltó hacia el esbirro con la esfalta por delante, mas el soldado fue capaz de detenerla. Lástima que no fuese así con el cuchillo paterno, que se incrustó en su cráneo hasta el mango. Pero, ahora sí, el plumoso, más rápido que su esbirro, había alcanzado a superar la defensa de Karb, y su hoja se hundió en el costado del bárbaro. Sin ni siquiera gritar, el poderoso surnita golpeó con la guarda de la esfalta en toda la jeta del emplumado, partiéndole la nariz y tres o cuatro dientes. Este, en un acto reflejo, retrocedió llevándose las manos a la cara. Cuando quiso darse cuenta de su error, la espada surnita había atravesado su mano y su cráneo de parte a parte.
Ahora sí, Karb se apoyó un momento en su espada con un gruñido y se llevó la mano al costado. Había sangre; bastante, de hecho, pero debía terminar con aquellos malnacidos. Recogió con cariño a Innevin del suelo, que agradeció sinceramente volver a encontrarse en unas manos familiares, y respirando hondo, comenzó a andar hacia la tienda. Abrió la tela, y al momento se topó con con los cuatro hombres de toga, con dagas en la mano. Sonrió, no le gustaba mucho matar a gente desarmada. Entonces los hombres entonaron lo que a todas luces parecía alguna clase de plegaria a un dios (concepto extraño para Karb, pues sus dioses no precisaban de fórmulas extrañas para su adoración) y al momento se sintió flaquear. Sus dedos temblaron, sus rodillas se doblaron, y se vio obligado a apoyarse en Innevin para no desplomarse. Mas los símbolos de su cuchillo, emitieron un destello, y al momento se hallaba repuesto. Alzó sus ojos, mirando hoscamente y con cruel gesto a aquellos bastardos con faldas. Los ancianos lo miraron estupefactos, antes de que sus cabezas volasen.
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