- Poco después, volviendo a casa separé me de mi amá, con su permiso, noski, y comencé mi viaje hacia el Sur, a las tierras amables.
- Gran historia, Carb.
- Carb no, Karb.
Dos hombres compartían una fogata y un venado en una pequeña cabaña de pastores. Uno, grande y musculoso, cercano a los dos metros, de ojos profundos y oscuros y un pelo negro y abundante, aunque con canas en él. Lleva la barba descuidada, la ropa llena de jirones, sangre y rotos. Su piel es pálida, reflejando en ocasiones destellos azulados cuando la luz resbala sobre él. Sus manos son grandes y están cubiertas de cicatrices. Podría decirse que es un hombre guapo, en el sentido más salvaje de la palabra. Habla con un marcado acento, silbando las eses y marcando fuertemente las kas.
Su compañero, en cambio, es más pequeño, aunque aún así alto. Sus ojos son azules y melancólicos y su cabello de un castaño tan claro que cuando la luz se refleja casi parece rubio. Al igual que su compañero, su piel es pálida, aunque no hay atisbo de barba en su rostro. Inspira una sensación de confianza y simpatía, de elegancia, a pesar incluso de sus ropas raídas y desgastadas por el camino. Sin embargo uno advierte que bajo esas ropas se encuentran unos músculos bien templados, que le dotan de una agilidad felina. Es, en definitiva, el tipo de hombre en el que todas las muchachas de un salón de baile se fijarían. Su habla es clara, carece por completo de acento, lo que aunado a sus peculiares rasgos, dificulta notablemente determinar cuál es su procedencia.
El bárbaro (pues está claro que lo es) lleva a su lado un pequeño saco, una enorme espada admirablemente forjada, como podrán comprobar los entendidos, y un cuchillo recubierto de extraños símbolos.
Su compañero, lleva una espada ymeria, un sgeltus y un cuchillo de considerable tamaño, ambas de aspecto regular (aunque un sgeltus tan al norte tampoco es precisamente habitual), además de una mochila bastante abultada.
Ambos hombres hablan en delinés, aunque se ve que es el de los ojos claros el que se halla más cómodo.
- ¿Y zu? ¿Cuál es tu historia, Ithal, hijo de Stardas?
- No hay mucho que contar; ayudé a mi padre con sus encargos y me encargué de algunos propios. Cuando hube ahorrado lo suficiente como para poder llegar a Erindes le pedí a mi padre que me diera permiso para marchar hacia el sur. El viejo se lo tomó a guasa, y me dijo que el día que lo venciera en duelo obtendría su permiso. Me reservé el derecho a duelo, pues aún no era lo suficientemente bueno como para vencer a ese borrachuzo. Al menos no si el borrachuzo mantenía sus plenas facultades.
Ithal sonrió pícaramente.
- Así que esperé a que una noche estuviera tan borracho que difícilmente pudiera tenerse en pie y lo reté.
Karb gruñó con cierto desagrado.
- Recurrir a engaños no es cosa de la que sentirse orgulloso, delinés.
- Pero ganar sí.
Por el camino Karb se había encontrado con aquel hombre, de más o menos su edad, siendo atacado por una manada de lobos liderada por un huargo. Ithal se defendía con fiereza, moviendo sus espadas a una velocidad endiablada, y pareciera que tenía ojos en la nuca. Sin embargo, eran demasiados para él, y el huargo se preparaba para su asalto, y con aquellas agujas que llevaba difícilmente podría quitárselo de encima antes de que sus compañeros lo descuartizasen.
Así pues, Karb, que ya llevaba mucho tiempo sin darle uso a Innevin, se lanzó en su ayuda. El ataque pilló por sorpresa al enorme lobo negro, que quedó partido en dos antes de que tuviera tiempo de advertir la sutil diferencia entre el olor del bárbaro y el de sus camaradas.
El rescatado, agradecido por el gesto, le había invitado a compartir comida y vino, y allí estaban. Ithal no estaba muy convencido de que aquella destartalada cabaña, que ya costosamente se mantenía en pie, pudiera resistir el envite de una bestia como la que habían encontrado hacía no mucho (y que según el bárbaro eran bastante habituales en aquellas regiones), pero Karb había señalado un símbolo en la entrada que, según él, alejaría a los huargos y otras bestias peligrosas.
Acomodándose sobre los mugrientos jergones, ambos guerreros se durmieron abrazados a sus espadas.
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