Ya desde la distancia todos pudieron percibir el aura de
maldad que se había posado sobre el lugar. La empalizada había sido restaurada,
con más ganas que maña, pero la puerta se encontraba abierta de par en par,
abandonada a los caprichos del viento. Con las armas preparadas y dispuestos a
encontrarse con cualquier horror que les aguardase, avanzaron. Habían tenido la prudencia
de pasar por el templo de Robleda y hacerse con unos cuantos frascos de agua
bendita. Bien sabían el efecto que tal líquido podía obrar sobre las criaturas
del mal.
Atravesaron las puertas abiertas al tiempo que un escalofrío
antinatural les recorría la espalda. El silencio era absoluto. Podían verse
frente a algunos portales cestos abandonados, manchas de sangre, y otros signos
que hablaban de sucesos terribles. Ninguno de los aventureros estaba tranquilo.
Moviéndose en silencio (incluso Grom), entraron en una de las casas. Vacía y
revuelta, había en ella claros signos de lucha. Al parecer la familia había
retrocedido hasta la habitación, pero la sangre que cubría el suelo y las
mantas no ofrecía duda alguna sobre que aquel lugar había sido sin duda su
último lugar de resistencia. Ni rastro de los cuerpos.
- No sé si
hemos hecho bien en venir aquí, por lo que sabemos podría haber un centenar de
esas criaturas rondando... - habló Lethalon nerviosamente. No le gustaban los
muertos vivientes, eran odiosamente difíciles de apuñalar.
-
Tardaríamos siglos en registrar todas las casas. Vayamos directos al templo,
veamos si aún quedan supervivientes. - Al-Tazad se mantenía impertérrito, su
dios llenaba su corazón de valor.
Salieron a la calle de nuevo y comenzaron su andadura hacia
el interior de la villa… Pero ya no caminaban solos. Poco a poco, y como
respondiendo a una silenciosa señal, cadáveres empezaban a surgir de todas las
puertas, o doblaban las esquinas, renqueantes, yendo a su encuentro. Las
Espadas de Robleda miraron nerviosas a su alrededor. Eran muchos, al menos una
veintena, y los que aún faltasen por venir. Caminaban en absoluto silencio, balanceando sus brazos
al ritmo de sus pisadas. Nubes de moscas los envolvían persiguiéndolos a donde
quiera que fueran, gruesas porciones de carne faltaban aquí y allá en sus
maltrechas anatomías.
- ¡Moveos,
hacia el templo! ¡Vamos, vamos, vamos! - gritó Ozymandias, que ya había
desenfundado su espada y echaba a correr lanzando torpes tajos a los que más se
le acercaban, pero cuidándose mucho de no trabarse en combate con ellos.
El resto del grupo no se hizo de rogar. A toda velocidad comenzaron
a atravesar las calles, luchando solo cuando les cortaban el paso, y la mayoría
de las ocasiones limitándose a apartar a sus contendientes antes de continuar a
la carrera. De todos los lugares llegaban más muertos vivientes, ahora más
rápidos, espoleados por la emoción de la cacería. Grom fue el primero en ser
herido a pesar de su gruesa cota de malla. El engendro que había lanzado el
mordisco no tardó en lamentarlo. Al poco Ozymandias tuvo que dar un
tajo para librarse de la fatal presa de otra de las criaturas, mientras Lethalon volaba sobre
el aslfalto, gracias a sus ligeros pies élficos. Al-Tazad gritaba frenético en
su lengua materna lo que parecían ser rezos de algún tipo mientras blandía su
espada contra tan macabros oponentes. Poco a poco, cada vez con un nuevo
rasguño, o heridas más graves, los aventureros lograron abrirse paso hasta
alcanzar la plaza en el centro de la cual se alzaba el templo al sagrado
Valion. Pero hallaron las puertas cerradas, y si no acudía alguien pronto a su
auxilio, su vida no valdría una pieza de cobre.
- ¡Abrid las
puertas, maldita sea, abridlas ahora! - vociferaba Grom, con su brazo sangrando
por la herida antes recibida.
Con alivio escucharon movimiento y pasos apresurados tras las
grandes puertas de roble remachadas con hierro. Los supervivientes parecían
haber montado una barricada tras la puerta, y se ocupaban ahora en despejarla
para permitir que los aventureros entrasen, ¿pero lo lograrían a tiempo? Los
muertos eran cada vez más, saliendo de todos los rincones, y por cada uno que
caía otros dos aparecían a ocupar su lugar. Al-Tazad y Grom resistían en el
frente mientras Lethalon disparaba sus flechas desde la puerta. Ozymandias
lanzaba alguna botella de agua bendita cuando las aberraciones se acercaban
demasiado, y estas se alejaban humeantes, heridas por el sagrado líquido.
Finalmente, y cuando Grom comenzaba ya a desfallecer, las
puertas se abrieron; tan solo un resquicio, pero se abrieron. Sin perder un
instante, las Espadas de Robleda se arrojaron tras ellas, y tiraron de nuevo
con todas sus fuerzas para volver a cerrarlas, aplastando en el proceso un par
de brazos que habían logrado colarse para intentar darles alcance.
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