Los personajes siguieron a la buena
mujer hasta la taberna de Tragoslargos, según les contó, regentada por un
mediano llamado Barri Tragoslargos y su familia. Destilaban su propia cerveza
en el sótano. Los trols no habían causado grandes destrozos gracias a la rápida
reacción de los aldeanos, pero dos hombres habían perdido la vida por las
garras de tan abominables bestias.
-
Viendo que la ayuda tardaba en llegar, algunos de los hombres se armaron de
valor y decidieron salir a la caza del trol. Idearon un astuto plan, lo
atrajeron con un cebo y le dieron muerte. Eufóricos, lo descuartizaron. Cuando
volvieron Isidro les preguntó qué habían hecho con el cadáver, y ellos muy
ufanos dijeron que lo habían dejado allí para que las bestias se lo comiesen. -
los ojos de la mujer se iluminaron un momento y en sus labios apareció un
esbozo de sonrisa, como si recordara algo hilarante - Tendríais que haber visto
la cara de Isidro cuando se lo dijeron. Mandó a buscar los restos para que los
quemasen, pero ya era tarde: habían desaparecido. Un par de días después
sufrimos el ataque.
El
barullo en la taberna se escuchaba desde fuera. Los aventureros abrieron la
puerta y pasaron al interior. Dentro, una multitud discutía enfurecida, a
voces. En el centro, un hombre trataba de imponer algo de orden. Grande y de
aspecto imponente, aunque con las sienes ya nevadas, su rostro lo marcaba una
cicatriz, un bigote y unas facciones duras como un martillo. Sobre las ropas
llevaba un mandil de herrero. Ninguno de los parroquianos pareció advertir la
presencia de los aventureros, siguiendo enfrascados en la discusión. Entre las
mesas paseaba nerviosamente un pálido mediano de pelo casi rubio que portaba
pesadas jarras y recogía monedas al vuelo. A pesar de su palidez, probablemente
infundida por al miedo, se le veía ufano, pues las monedas ya casi salían de su
bolsa.
Como
viera que nadie advertía su llegada, Al-Tazad, el paladín, trató de llamar la
atención con unas mal entonadas voces, llamando al orden, la decencia y el
respeto a lo sagrado... sin mucho éxito. Fue la grave y tronante voz del enano
la que finalmente hizo que algunos hombres se girasen hacia los recién
llegados, y en breve, toda la sala.
-
¡ATENCIÓN, PANDA DE INÚTILES!
Ahora
en la mirada de los pueblerinos podía verse un claro interés, además de un
hondo sentimiento de ofensa dispuesto a ser satisfecho a la menor indicación de
que el hablante pretendiese continuar con semejante actitud. El herrero, el
hombre grande y bigotudo, se dirigió a los recién llegados.
-
¿Debo suponer que sois el auxilio que Robleda envía para encargarse de los
trols?
-
Lo somos, pero nos enviaron asegurando que era solo un trol del que tendríamos
que hacernos cargo. Las nuevas circunstancias quizá inviten a... revisar los
términos del encargo. - dijo ladinamente Ozymandias.
-
Si acabáis con las criaturas tened por seguro que Villanías os recompensará
justamente. Si es que seguís con vida. - replicó ácidamente Isidro
Martillofirme.
El
ambiente empezó a espesarse alrededor de los aventureros.
-
¿De dónde vienen? - preguntó el elfo.
-
¿Quienes?
-
Los trols. - respondió, como si fuera la cosa más evidente del mundo (y probablemente lo fuera).
-
Llegaron desde el oeste, desde las Quebradas. No creo que tengan la guarida muy
lejos, y solo hay un lugar donde podrían ocultarse a menos de una jornada de
aquí. Las Grutas de Tito. - dijo un anciano de aspecto cansado.
-
¿Os habéis acercado a investigar? - inquirió Al-Tazad.
-
De niños nos acercábamos por ahí a jugar, pero con el tiempo los goblins
comenzaron a regresar a las Quebradas y ya no resulta seguro. - prosiguió el
anciano. Había auténtica tristeza en su mirada.
-
Aunque no estemos seguros parece nuestra mejor apuesta. Y es ciertamente
conveniente. Camino hacia las Grutas, si es que vienen por ahí, hay un cañón,
un paso entre dos terraplenes. Si nos situamos allí tendríamos una notoria
ventaja sobre los trols.
Ozymandias
pareció emocionarse por un momento.
-
Decidme, ¿tenéis ácido o cosa semejante? ¿Brea quizás?
-
Ni brea ni ácido, no. Tenemos aceite.
-
Eso bien podría servir... Ahora solo necesitaríamos algo para transportar uno o
dos calderos de aceite... ¿Carros?
-
Anerio tiene uno, tirado por dos bueyes. - Isidro parecía entender
perfectamente por donde iban los tiros, igual que el resto de asistentes.
-
Servirá.
-
Los trols suelen atacar al anochecer (o cuando tienen hambre, lo que es casi
siempre) - prosiguió el enano - así que propongo prepararnos ya mismo. -
acarició su hacha - No veo el momento de pintar mi filo de rojo.
Los
preparativos se hicieron rápidamente. Se cargaron dos grandes calderos de
aceite, bien llenos, en el carro en el que se engancharon también dos bueyes
(Anerio miró con cierta aprensión toda la operación; al fin y al cabo, era Su
carro y eran Sus bueyes). Los aventureros llevaban sus antorchas, que servirían
para prender el aceite, y todo el equipo pertinente. Isidro se había presentado
voluntario a llevar el carro, y llevaba ahora una espada al cinto. El resto del
pueblo los despidió deseándoles suerte, y quedaron con órdenes de estar
preparados. Quizá las cosas no salieran tan bien como esperaban.
No
tardaron más de una hora en llegar al paso. El sol aún brillaba en el
firmamento, pero no debían quedar más de un par de horas de luz, si es que
acaso llegaba a tanto. La espera se hizo eterna.
Cuando
el sol ya había caído y todos miraban hastiados hacia Quebradas del este, tras
las cuales el sol había desaparecido media hora atrás, dejando solo un valle de
tinieblas, el elfo y el enano, cuyos ojos estaban más acostumbrados a la
oscuridad, sonrieron, uno por nerviosismo, el otro por alegría.
- Ya vienen.
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