miércoles, 13 de agosto de 2014

Espadas de Robleda - Caza de trols II

Los personajes siguieron a la buena mujer hasta la taberna de Tragoslargos, según les contó, regentada por un mediano llamado Barri Tragoslargos y su familia. Destilaban su propia cerveza en el sótano. Los trols no habían causado grandes destrozos gracias a la rápida reacción de los aldeanos, pero dos hombres habían perdido la vida por las garras de tan abominables bestias.
            - Viendo que la ayuda tardaba en llegar, algunos de los hombres se armaron de valor y decidieron salir a la caza del trol. Idearon un astuto plan, lo atrajeron con un cebo y le dieron muerte. Eufóricos, lo descuartizaron. Cuando volvieron Isidro les preguntó qué habían hecho con el cadáver, y ellos muy ufanos dijeron que lo habían dejado allí para que las bestias se lo comiesen. - los ojos de la mujer se iluminaron un momento y en sus labios apareció un esbozo de sonrisa, como si recordara algo hilarante - Tendríais que haber visto la cara de Isidro cuando se lo dijeron. Mandó a buscar los restos para que los quemasen, pero ya era tarde: habían desaparecido. Un par de días después sufrimos el ataque.

El barullo en la taberna se escuchaba desde fuera. Los aventureros abrieron la puerta y pasaron al interior. Dentro, una multitud discutía enfurecida, a voces. En el centro, un hombre trataba de imponer algo de orden. Grande y de aspecto imponente, aunque con las sienes ya nevadas, su rostro lo marcaba una cicatriz, un bigote y unas facciones duras como un martillo. Sobre las ropas llevaba un mandil de herrero. Ninguno de los parroquianos pareció advertir la presencia de los aventureros, siguiendo enfrascados en la discusión. Entre las mesas paseaba nerviosamente un pálido mediano de pelo casi rubio que portaba pesadas jarras y recogía monedas al vuelo. A pesar de su palidez, probablemente infundida por al miedo, se le veía ufano, pues las monedas ya casi salían de su bolsa.

Como viera que nadie advertía su llegada, Al-Tazad, el paladín, trató de llamar la atención con unas mal entonadas voces, llamando al orden, la decencia y el respeto a lo sagrado... sin mucho éxito. Fue la grave y tronante voz del enano la que finalmente hizo que algunos hombres se girasen hacia los recién llegados, y en breve, toda la sala.
            - ¡ATENCIÓN, PANDA DE INÚTILES!
Ahora en la mirada de los pueblerinos podía verse un claro interés, además de un hondo sentimiento de ofensa dispuesto a ser satisfecho a la menor indicación de que el hablante pretendiese continuar con semejante actitud. El herrero, el hombre grande y bigotudo, se dirigió a los recién llegados.
            - ¿Debo suponer que sois el auxilio que Robleda envía para encargarse de los trols?
         - Lo somos, pero nos enviaron asegurando que era solo un trol del que tendríamos que hacernos cargo. Las nuevas circunstancias quizá inviten a... revisar los términos del encargo. - dijo ladinamente Ozymandias.
            - Si acabáis con las criaturas tened por seguro que Villanías os recompensará justamente. Si es que seguís con vida. - replicó ácidamente Isidro Martillofirme.

El ambiente empezó a espesarse alrededor de los aventureros.

            - ¿De dónde vienen? - preguntó el elfo.
            - ¿Quienes?
            - Los trols. - respondió, como si fuera la cosa más evidente del mundo (y probablemente lo fuera).
           - Llegaron desde el oeste, desde las Quebradas. No creo que tengan la guarida muy lejos, y solo hay un lugar donde podrían ocultarse a menos de una jornada de aquí. Las Grutas de Tito. - dijo un anciano de aspecto cansado.
            - ¿Os habéis acercado a investigar? - inquirió Al-Tazad.
            - De niños nos acercábamos por ahí a jugar, pero con el tiempo los goblins comenzaron a regresar a las Quebradas y ya no resulta seguro. - prosiguió el anciano. Había auténtica tristeza en su mirada.
            - Aunque no estemos seguros parece nuestra mejor apuesta. Y es ciertamente conveniente. Camino hacia las Grutas, si es que vienen por ahí, hay un cañón, un paso entre dos terraplenes. Si nos situamos allí tendríamos una notoria ventaja sobre los trols.
           
Ozymandias pareció emocionarse por un momento.

            - Decidme, ¿tenéis ácido o cosa semejante? ¿Brea quizás?
            - Ni brea ni ácido, no. Tenemos aceite.
         - Eso bien podría servir... Ahora solo necesitaríamos algo para transportar uno o dos calderos de aceite... ¿Carros?
           - Anerio tiene uno, tirado por dos bueyes. - Isidro parecía entender perfectamente por donde iban los tiros, igual que el resto de asistentes.
             - Servirá.
            - Los trols suelen atacar al anochecer (o cuando tienen hambre, lo que es casi siempre) - prosiguió el enano - así que propongo prepararnos ya mismo. - acarició su hacha - No veo el momento de pintar mi filo de rojo.


Los preparativos se hicieron rápidamente. Se cargaron dos grandes calderos de aceite, bien llenos, en el carro en el que se engancharon también dos bueyes (Anerio miró con cierta aprensión toda la operación; al fin y al cabo, era Su carro y eran Sus bueyes). Los aventureros llevaban sus antorchas, que servirían para prender el aceite, y todo el equipo pertinente. Isidro se había presentado voluntario a llevar el carro, y llevaba ahora una espada al cinto. El resto del pueblo los despidió deseándoles suerte, y quedaron con órdenes de estar preparados. Quizá las cosas no salieran tan bien como esperaban.

No tardaron más de una hora en llegar al paso. El sol aún brillaba en el firmamento, pero no debían quedar más de un par de horas de luz, si es que acaso llegaba a tanto. La espera se hizo eterna.

Cuando el sol ya había caído y todos miraban hastiados hacia Quebradas del este, tras las cuales el sol había desaparecido media hora atrás, dejando solo un valle de tinieblas, el elfo y el enano, cuyos ojos estaban más acostumbrados a la oscuridad, sonrieron, uno por nerviosismo, el otro por alegría.
            

            - Ya vienen.

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